He sido profesor de la Facultad de Filosofía y Letras durante 34 años. Y he tenido ocasión de ver de todo en la Universidad durante estos años de vida académica. A veces he examinado fuera de fecha a algún alumno cuando no podía hacerlo en la fecha oficial por razones de fuerza mayor; otras he pasado por alto la asistencia a clase cuando resultaba imposible al alumno asistir por circunstancias vitales o familiares y la he sustituido por uno o varios trabajos dirigidos. Alguna vez me equivoqué en una calificación y tuve que corregir, eso sí, como se debe, las actas. Todavía me acuerdo del tema de mi primera licenciatura en Granada por los años 70, El divorcio en el Derecho del Antiguo Oriente, y del profesor que me dirigió aquel trabajo con el que tanto aprendí sobre este tema en una España en la que el divorcio no estaba permitido. Ayer mismo encontré aquel texto escrito a máquina, en papel ya descolorido a pesar de haber sufrido dos mudanzas, al menos. Hice mi tesis doctoral en la Complutense, Los milagros de Jesús en los evangelios sinópticos, y recuerdo las copias que tuve que entregar a los miembros del tribunal y el dinero que me costó tanta fotocopia e incluso cómo, al ir a llevar el original para encuadernarlo, un repentino torbellino de viento esparció por la avenida de Granada aquellas fotocopias, que había colocado momentáneamente sobre el capó de mi Peugeot 205, mientras abría la puerta y cómo tuve que rescatar hoja por hoja aquellos volátiles folios. Y si con mi trabajo de doctorado no quedé del todo convencido de la posibilidad histórica de muchos milagros, Cristina Cifuentes me ha quitado toda duda: ¡Los milagros son posibles! Todo esto junto y mucho más le ha sucedido a ella. La culpa la tiene la Universidad... Qué desfachatez...