En teoría, los debates electorales televisados deberían ser un instrumento idóneo para contrastar y valorar ideas y argumentos entre los diferentes candidatos y sus programas; mas como sucede con tantas otras cosas, teoría y práctica poco se parecen. Pues si históricamente tuvieron influencia entre los electores, hoy ya no es así; y menos aún cuando no cabe limitarlos a dos contendientes, como exige nuestra realidad política.

Y es que, dada la facundia de los candidatos en período electoral, para organizar los debates hay que someterlos a normas tan estrictas en los respectivos usos de la palabra, que al final quedan casi reducidos a saber quién deslizará los gestos, eslóganes y réplicas más ocurrentes y oportunos. Pero bien sabemos que de este tipo de intervenciones no cabe extraer nada concluyente respecto a la sinceridad, honradez, eficacia y buena gestión de los participantes. Y del lado de los votantes espectadores sucede algo similar... Pues éstos -en su inmensa mayoría- suelen opinar según sus simpatías o antipatías previas a los debates, sin que apenas resulten afectados en sus intenciones de voto. Visto lo anterior, no se comprende demasiado el follón que genera la organización de estos debates que tanto preocupan a los políticos y medios de comunicación.