El problema de las aceras es cuanto menos significativo. Sírvase analizar un suceso cotidiano que pone en tensión a los ciudadanos más tolerantes. Las acera, ese elemento urbano que, antaño, solían colaborar a construirlas los ciudadanos económicamente, para tener un lugar donde caminar con seguridad, sin que las aguas, lodos y otros inconvenientes los molestaran --en la actualidad lo seguimos haciendo a través de los impuestos con los que el progreso nos invita a participar a todos-- se han convertido en un elemento de fricción. El Ayuntamiento cobra impuestos a los habitantes de la urbe, y además, sustrayéndole el espacio que ocupan las incontables terrazas nacidas por generación espontánea, le cobran a la hostelería. Negocio redondo.

Pero los contribuyentes nos sentimos estafados. Hace unos días acudí a la plaza de la Corredera. Partí desde Antonio Maura e inicié la aventura de andar por la acera. Sorteé un mesón y un bar. Entre la señora que pedía por necesidad, los fumadores y los que estaban sentados en las terrazas el camino se hacía más estrecho. Pasé sin ningún incidente entre las cajas expositoras de una frutería, mientras que los vecinos, con sus carros, escudriñaban los productos, a la vez que personas mayores atravesaban la angostura que quedaba con bolsas, bastones y carritos, alegrados por los jóvenes abanderados del ecologismo con bicicletas, mientras los trabajadores, moviéndose a su antojo, vociferaban las virtudes de frutas llegadas de lugares extraños, como diría Borges. Salvados estos obstáculos pensé en llegar a la avenida República Argentina sin incidentes. Pero, no. En un mesón que ocupa de terraza el territorio de los contribuyentes silenciosos había un nutrido grupo esperando mesa, otro fumando, y la gente pasando como podía. La estrechez de la acera era como una pesadilla. Un joven, cuasi armario empotrado, pasó a mi lado, mejor dicho, no pudo pasar, y chocamos en fuerte golpe. Era un joven con educación. «Perdone», dijo. «No te preocupes», respondí. Pero al girar la cabeza hacia el frente, un camarero, vestido de negro, portaba en una mano, sin bandeja, un plato de albóndigas con caldo. El recipiente parecía un mar embravecido. Temí que me cayera encima. La pericia del camarero salvó al cliente, a su jefe y a mí de la riña de mi mujer por llevar la ropa manchada. Creíme salvado, pero no. Otro profesional de negro que llevaba colgado de la cadera, al igual que Rambo, un sacacorchos, vino, viril, autoritario y como dueño de la pequeña parcela de acera que dejaban para los contribuyentes, hacía mí. No se apartó. Y chocamos. Por supuesto que no se excusó. El negocio es el negocio.

Aunque no se lo crean, llegué a la Corredera y disfrute de esta plaza maravillosa. Me acordé de nuestros progresistas munícipes, más preocupados en jugar al Monopoly que por los ciudadanos-as, o paganos-as, sufrientes-as de sus delirios catetos. Ellos solo están para cuidar la ciudad y hacerla habitable. Para la media y alta política tenemos a sus compañeros autonómicos y nacionales para amargarnos.