Era la noche del 10 de agosto. Algunos amigos habíamos quedado para cenar en casa. Todos éramos antiguos alumnos de Ahlzahir o, por una u otra razón, teníamos sólidos vínculos con el colegio. Hablamos de Juan Carlos Aguilar, era imposible no hacerlo; había comenzado a despedirse de sus más cercanos y nos emocionaba su entereza.

Juan Carlos era un coloso, fue director desde los intensos años de la Transición hasta principios de los noventa; los años de las amenazas de bomba, la heroína corriendo por las calles y las clases abarrotadas, con más 40 de alumnos, algo impensable hoy día. Su personalidad le hacía un ser único: fuerte, afable, con una vastísima formación cultural y humana -fue alumno de Ricardo Molina, revoloteó con Cántico y se licenció en la Universidad de la Sorbona-. Su empatía parecía no tener fin y sus modales resultaban imposibles de imitar. Recordamos aquellos «consejos de curso» en el comedor, donde nos hablaba de palabras ininteligibles para nosotros en aquellos días: reciedumbre, humildad, tenacidad... y lo hacía con la sencillez del maestro que respeta y quiere a sus alumnos. Un pañuelo de seda en cuello, una camisa perfectamente planchada y su hablar sereno y siempre cariñoso.

Recordé el día que nos contó sobre su trato con Jesús. «Si pudiese fumarme un cigarro con Jesús en la capilla, sería muy feliz. ¡Tengo tanto que contarle!». Vivía intensamente ese trato con Dios, que le hizo posible mantener el tipo ante las muchas adversidades de su vida. Su experiencia vital y esta unión a Dios le habían forjado como el hombre que sabía querer a los demás. Todos los presentes coincidimos en que su vida era la de dar y darse a todos los que le rodeaban. Hasta la pista de tenis de su casa se convirtió en una extensión de las instalaciones deportivas del colegio, por ella pasábamos unos y otros sin que jamás hubiese un mal gesto, a pesar de la lata incesante que dábamos llamando a su puerta a cualquier hora del día.

Mientras su mujer, Catherine, vivió, Juan Carlos vivió para ella; y, por supuesto, para su hijo, Batete (Juan Carlos junior). Tras la muerte de su esposa, su vida se convirtió en un continuo anhelo por el reencuentro con ella. Cierta soledad se hizo presente en él. Su hijo, sus amigos, sus sobrinos y su profunda fe le mantuvieron a flote.

También llegó su jubilación; aunque nunca dejó de estudiar y trabajar. Rodeado de libros, con mucha ilusión y empeño sacó adelante una residencia para estudiantes, Puerta Nueva. Vivió allí hasta que decidió retirarse a Cerro Muriano, donde pasó los últimos años de su vida. Su delicadeza le hacía disfrutar como nadie de la naturaleza, que siempre le atrajo por su belleza y sencillez.

Eran las 2 de la madrugada del día 11 de agosto cuando nos estábamos despidiendo en la puerta de casa. Comentábamos sobre la lluvia de estrellas fugaces que comenzaba a generarse en el cielo infinito. Juan Carlos acababa de fallecer, pero aún no lo sabíamos. Era sábado, y para un amante de María eso tiene mucho significado. Lo había conseguido. Sus deseos de encuentros pendientes habían llegado, su querido Jesús, su adorable Catherine, y tantos amigos y antiguos alumnos que nos dejaron lo esperaban. Gracias, Juan Carlos, por tu entrega, por tu ejemplo, por todo el bien que hiciste, cuyo eco aún reverbera. Por tu bondadosa huella en tantas generaciones de hombres y mujeres que pasaron por tu vida. Ahora te tenemos de otra forma, para pedirte que nos ayudes e intercedas por todos los que fuimos tus amigos y alumnos.

<b>

Juan Priego González de Canales</b>

Presidente de Fomento Alumni-Ahlzahir