Albert Rivera ha reconocido que un cementerio que contenga el cuerpo del dictador es muy difícil convertirlo en un monumento a la reconciliación. Máxime, cuando se trata de un Franco que, con su ferocidad («estoy dispuesto a matar a media España para salvar a la otra media») fue el principal responsable de la muerte incluso de los de su mismo bando. Tampoco en compatible con la justicia y la paz coronar ese cementerio con un símbolo religioso distinto o incluso contrario al profesado por parte de los muertos --de nuevo, en ambos bandos-- y que simboliza como ninguno la justificación de la guerra y muertes por ser una cruzada. Más aún, una cruz que constituye la mayor burla a la doctrina de Jesús, porque ningún cristiano auténtico puede usar el argumento, ya de las primeras cruzadas, de que se podía matar musulmanes porque no tenían alma; con Franco, los republicanos habrían perdido, condenado ya su alma. Esa blasfema cruz, si no se la destruye, podría convertirse en un monolito o una T que simbolizara de verdad a Todas las víctimas de una guerra tan incivil que aún no hemos reparado.