Cuando se habla del aborto se plantea el «derecho» al aborto, como si de cualquier otro derecho inherente a la persona se tratara. Los derechos son, entre otras, una salvaguardia de la dignidad de la persona. Si lo olvidamos, si el objetivo al regularlos no es éste, todo el esfuerzo realizado habrá sido en balde. Como decía Séneca, «Ningún viento será bueno para quien no sabe a qué puerto se encamina». Se identifica el aborto con la «liberación» de la mujer. De alguna forma se trivializa: «Es mi cuerpo y soy yo quien decide». Como dice el refrán, «muerto el perro se acabó con él la rabia».

Pero no nos mientan, por favor. El aborto tiene consecuencias físicas y psíquicas. No las podemos ignorar. Negarlas sería insultar la inteligencia de la mujer, manipularla para calmar su conciencia. No hablo de culpa, sino de conciencia, que no deberían negar también forma parte de la persona. No volvamos a tergiversar la verdad y dibujemos una mujer mojigata por tener conciencia. Si esta no existe, podríamos llegar a pensar que «no es robar, sino cobrar incentivos», «no es matar, sino librar a la sociedad de un inútil», «no es maltratar sino darle su merecido»...

Ante un embarazo inesperado y que puede no ser deseado, la muerte (aborto) es la última solución, pero no es la única. Se trata de una dura carrera llena de obstáculos. La mujer necesita consuelo, apoyo, acompañamiento, ayuda. Abandonar a la mitad porque no se puede más, es una solución y con ella tendrá que cargar toda su vida. Luchar, resistir y llegar a la meta (apuesta por la vida) es la otra solución; quizá más difícil a simple vista, pero es la que va a permitirle recuperar la dignidad como persona y como mujer, que el aborto le arrebata.