En la soledad de su propio yo, escuchó por primera vez a sus adentros. Aquellos que llevaban tantos años ocultos y reprimidos, por voces externas y por algunas internas. Siempre había sabido que estaban dentro de su persona, pero nunca les hizo caso. Se había dejado llevar por el ruido externo, la mayoría de las veces, y no había escuchado el suyo propio, su propio ritmo. Lo que su interior le decía o iba diciendo. Y en la oscuridad de la noche, en la soledad de su propio yo, esos adentros se hicieron audibles. Gritaban de rabia, de llanto y de pena. Desconsolados y sin mesura, se vertían cada uno de ellos en forma de lágrimas. Habían estado reprimidos tanto tiempo, que el llanto parecía ser eterno. Y aquella noche oscura, de silencio interno, de llantos continuos, le produjo, luego, una sensación inmensa de placentera paz. Aquella paz que tanto había anhelado tener en su cuerpo, en su persona. Y se dio cuenta que, casi siempre, había vivido pendiente de lo externo sin haber escuchado su yo interno. Que a veces, había dado más importancia a lo que los demás le iban diciendo, que lo que su yo y su propio cuerpo, le decían. Y cuando se hizo de nuevo el silencio absoluto en su habitación. Cuando cesaron de brotar las lágrimas de sus ojos. Cuando solo quedaba de nuevo su propio yo. Cuando este estaba ya saciado, cansado y calmado, decidió, firmemente, darse de nuevo una oportunidad. Había acertado y errado en el pasado. Pero de todo había aprendido. Y aquella noche se había descubierto. Había descubierto el poder de su yo interno. El valor de su instinto. Había descubierto, así mismo, el potencial que llevaba dentro. Y en esa nueva oportunidad, consciente de su vida, decidió seguir caminando. Teniendo siempre presente que su yo interno también era y sería importante.