Me sorprendió el lunes, catorce, el encontrarlo en el salón de Columnas del antiguo rectorado donde se celebraba sesión académica para recordar, al año de su muerte, a Pablo García Baena. Era antiguo amigo del grupo que semanalmente nos veíamos en el club de golf de nuestra sierra. Se ha licenciado por Málaga en Humanidades y se aventura en una investigación doctoral sobre nuestro laureado poeta. Le insinué que estudiase en Pablo su adorador y reverente amor hacia la naturaleza en cuyos sentimientos yo he encontrado descanso, alegría, felicidad y añoranzas.

Porque la Naturaleza es la más tierna de las madres, que no se impacienta ante el rebelde poeta ni le amonesta sino que le sirve de cobijo y referencia. Porque Pablo habla con el bosque y la foresta como si aquel fuera su hogar y ésta su asamblea. Le incita también al rezo como lo hace con el más diminuto grillo o la flor más pequeña. Porque a Pablo la sierra de Córdoba le encendió sus lámparas y el silencio de tras sierra le agrandó sus afectos.

A este amigo le recomendé para su tesis que leyera sus obras completas y para comenzar en esa dirección que tomara uno del libro Óleo sobre Santa Maria de Trasierra, que los dos habíamos contemplado largo tiempo en días claros, desde el tee diez en los Villares, paisaje que en otoño a Pablo le genera miedo y abatimiento y mil gracias en primavera.

Que se recree en los avellanares de esa sierra donde esconden sus cabezas herrerillos y zorzales antes de que surja la luna derramando tristezas, que recogen el alma desnuda de nuestro poeta, seguida de perros guardianes hacia desusados lagares tras pasar Rosal de Tres Palacios y el Bejarano arroyo que inaugura agua y adelfas.

Si el doctorando observa el amor de Pablo a la naturaleza se perfumará de lentiscos y aulagas y recordará las que a los green bordeaban, helechos vivaces, calándulas amarillo anaranjadas y al culantrillo en busca de agua en el venero que está cerca del castaño que se eriza antes de dejar su fruto rodando hacia el bunker catorce de la carrera. Pablo no habla de los jabalíes que cercenaban los greenes en primavera pero sí de esos ciervos que nos saltaban en los Villares tras salir por el horizonte la luna, campaneando sus astas y saltando sobre nuestros automóviles.

Hará una buena tesis, el señor Aneri, si vuelve a la Naturaleza tal como la siente García Baena para recordar los madroños no solo en los Villares sino los de Santa María de Trassierra.