El 30 de enero se publicó que el FMI alertaba de que el gasto social en España se dirigía más a las clases medias que a las desfavorecidas, y que con reordenar el gasto social no bastaba, sino que hay que «acabar con la dualidad» entre contratos fijos y temporales. En 2018 la OCDE recomendaba a España concentrar su gasto social en las rentas más bajas. Se concluía: «la asistencia social no ha sido del todo efectiva a la hora de aliviar la pobreza» y que la protección social en España es un «mosaico», es decir, las políticas adoptadas no están sirviendo para acabar con la exclusión social. Se puede concluir que esas políticas se pierden en estructuras a lo cáscara vacía, es decir, no siempre con alcance finalista, o al menos el necesario para revertir la exclusión. En la actualidad hay personas que reciben ayudas sociales ineficaces, pensiones con las que no es posible pagar ningún recurso residencial, ni suministros básicos de luz, gas, agua, comida, o ropa. Esas políticas producen un asistencialismo relativo sin capacidad de integrar socialmente en una sociedad a lo queso de gruyere, en las situaciones más extremas el cuarto mundo.

La combinación superpoblación-desigualdad en La India también se produce a escala en determinadas conurbaciones en España donde se amalgaman distritos con altas rentas y concentración de población en exclusión social, lo cual viene a columbrar la alerta del FMI. En los territorios más despoblados este fenómeno se percibe menos, lo cual maquilla el desinterés por políticas sociales aun tratándose de territorios desfavorecidos, por ejemplo, ciudades con altas tasas de paro y con población «sinhogar» donde se anuncia bajar impuestos. En los próximos meses veremos en España la situación paradójica por la que un presidente de una comunidad autónoma que convoque elecciones podrá cobrar en torno a 90.000 euros cuando se jubile, a pesar de que durante su mandato ha aumentado la exclusión social extrema en su territorio.