Jamás el alma da mayor síntoma de grandeza que cuando es capaz de soportar los golpes y emprender el camino del perdón. Necesitamos encontrar en nuestra vida la mirada que nos libere y nos reconcilie con la vida. De vez en cuando, en medio de miradas que nos destrozan y nos sacuden interiormente a través de las críticas despiadadas a lo que hacemos y somos, aparece una mirada que nos acerca a la misericordia y nos hace sentirnos un poco más humanos. Jesús de Nazaret no quería la muerte del pecador sino que se convirtiera y viva. No dejó a nadie indiferente y sus palabras tenían la fuerza del amor y del perdón en sus adentros. En cierta ocasión, un fariseo lo invitó a comer en su casa y una mujer, conocida pecadora, se acercó, derramó perfume en sus pies y llorando se puso a besarlos. El fariseo se escandalizaba de aquella reacción de Jesús que, quedándose quieto, dejaba que le tocara una mujer pecadora. Jesús le dijo al fariseo: «Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?». Simón contestó: «Supongo que aquel a quien le perdonó más»... Y Jesús le dijo: «...sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama» (Lc 7, 36-50).

¡Qué grandeza tenía Jesús en su corazón que sabía mirar al ser humano más allá de sus actos y leía en lo más recóndito de sus sentimientos! ¡Qué liberación sentiría aquella mujer que alguien la miró con dignidad y la acercó a la misericordia de Dios!

En esos momentos históricos donde ha sobreabundado la oscuridad y la noche, hay que reconocer que aparecieron siempre almas grandes que fueron capaces de sacudir toda una época, dando motivos de esperanza a la gran masa desde las categorías de la reconciliación y el perdón, superando los deseos de venganza y de odio. Hoy más que nunca es necesario encontrar almas grandes con capacidad de perdón en su interior y bondad en sus corazones.