En una tertulia de jubilados se abordó el tema de los cambios que con el tiempo habían vivido: TV blanco y negro a color y plasma; traje y sombrero a camiseta y gorra; música melódica a reguetón; Coches gasolina a eléctricos; papel a ordenador... Y ahora observan otro cambio, que por novedoso comentan. En todos los medios de comunicación así como en el Parlamento, Senado, mítines políticos o cualquier lugar público en que se puede dar opinión, se advierte una falta de respeto hacia el prójimo con tan mala educación que se hace intolerable. Basándose en la libertad de expresión, cualquier persona, pública o no, puede decir las barbaridades que se le ocurran. Cuanto más ofendan e insulten, más jaleados y aplaudidos son por los oyentes y partidarios de sus propias ideas, no viendo que solo demuestran su poca vergüenza, falta de ética y respeto. Lo mismo se injuria a un presidente, un anciano, que a un magistrado o un compañero.

Las expresiones malsonantes expresadas en un hemiciclo, plató de televisión y cualquier medio hablado o escrito, tienen una repercusión mayor que si se dicen en privado. Además sí esas difamaciones son infundadas o falsas, ¿Quién repone la dignidad del ofendido por más que el ofensor acepte rectificar?.

La libertad de expresión no se ha establecido para poder impunemente ultrajar a las personas, sino para tener el derecho a opinar libremente, sin agraviar, de cualquier tema o persona. Esa evolución de civismo y mesura a infamias y provocación, ha sido un cambio generacional no solo de personas sino de actitudes y principios, que no nos ha hecho aprender de nuestras experiencias exitosas ni de antiguos errores que tanto daño causaron.