Al menos una vez al mes me acerco a Las Quemadas en automóvil desde las colinas que fueron oscuros encinares. Me encuentro en una rotonda que no es blanco camino sino malla de camiones, furgonetas y coches.

La rotonda frente a Carrefour no es desierta plaza sino laberinto de enmadejados automóviles; no es tierra circular plácida y risueña.

Para acercarme a Quemadas, siempre a las seis de la tarde, debo tener paciencia de penitente para sufrir desdeñosa espera. Los conductores en ese devenir circular no son almas risueñas.

Vienen de Rabanales como si se enfrentaran a adusta tierra y se acercan a Quemadas, cabreados y atónitos por tan largas colas que de tanta espera no saben si van conduciendo o están entre rejas. No hay modo de salir desde Rabanales y Quemadas al Guadalquivir, ese «alfanje que reluce y espejea» junto a la autovía del sur.

Esa rotonda es hastío de cordobeses que entran en Quemadas y salen de Rabanales por la nacional IV, antigua carretera, que maldicen su destino, que se acuerdan de sus alcaldes encriptados, que hacen de este ir y venir su diaria quimera.

¿Qué será de esta rotonda tras el desarrollo de Rabanales 21 si ahora entran en este breve espacio más de mil turismos al día? Se espera más locura porque al campus universitario entran más de mil quinientos vehículos cada día laborable y la cifra que transita por el polígono Quemadas se acerca a los veinte millares, de los cuales casi ocho mil son transportes de medio y gran tonelaje.

¿Cómo son tan ajenos nuestros alcaldes a esta maldición ciudadana?

¿Cuándo van a transitar por la calle 6 de Quemadas y deciden transformarla de un carril pecuario en una arteria de salida para este polígono de servicios empresariales?

Todos nuestros ediles desde hace más de cuatro lustros han sido ausencia y distancia, túnicas de sombras. Jamás han tejido esperanzas para ese camino que se asfixia. Jamás han mostrado impaciencias para resolver los atascos en esa maldita rotonda.

Sus mentes son piedras duras y su voluntad ninguna.