Algunos interrogantes que rodean el asesinato del 35º presidente de EEUU, John Fitzgerald Kennedy, posiblemente no se resolverán nunca, como seguramente nunca acabarán las teorías conspiratorias sobre un magnicidio del que más del 60% de los estadounidenses no creen la versión oficial. Pero, al menos, acaba el secreto que ha protegido miles de documentos relacionados con aquellos hechos. Ayer, en el día exacto que marcó una ley de 1992, debía comenzar su desclasificación.

Los expertos no esperan ninguna revelación que obligue a reescribir la historia, pero muchos coinciden en creer que esa historia será más completa a partir de ahora. Y su mayor foco está en más detalles sobre el viaje que realizó a México Lee Harvey Oswald dos meses antes de apretar el gatillo el 22 de noviembre de 1963 en la plaza Dealey de Dallas, un viaje en el que se reunió con cubanos y soviéticos. También, en determinar mejor el papel que desempeñaron la CIA y otros actores gubernamentales, quizá más por omisión que por acción.

«Esto es sobre la guerra fría, sobre espías, sobre un momento en que sabemos que el Gobierno estaba ligado con la Mafia para asesinar a (Fidel) Castro», le ha dicho a The New York Times Gerald Posner, que en su libro Caso cerrado defendió, como la Comisión Warren, que Oswald actuó en solitario. «La idea de que Oswald salió de la nada y disparó al presidente es falsa. La CIA tenía un profundo archivo sobre él», le ha dicho al Times Jefferson Morley, director de la web JFKfacts.org.

Según los Archivos Nacionales, guardianes de una colección de unos cinco millones de páginas, el 88% de los documentos ya se han hecho públicos a lo largo de los años. Otro 11% se desclasificó con «partes sensibles» editadas y quedaba un 1% que nunca había visto la luz. Según la ley de 1992 (que hunde sus raíces en las dudas despertadas sobre la versión oficial por la película de Oliver Stone JFK), se levanta el secreto sobre ese 1% (unos 3.100 documentos) y sobre las partes ilegibles del 11% editado (unos 30.000).

Ha querido la coincidencia que el plazo se haya cumplido cuando en el Despacho Oval se sienta Donald Trump, que parcialmente ha cimentado su carrera política sobre teorías conspiratorias. Y la coincidencia deja en manos de un mandatario que mantiene una tensa relación con la comunidad de inteligencia por el Rusiagate decidir si escucha la llamada de esa comunidad a mantener parte de los documentos clasificados.

Trump puede hacerlo si ve potencial «daño identificable para la defensa militar, operaciones de inteligencia, aplicación de la ley o la conducción de relaciones internacionales».