Tras los ataques al orden internacional del presidente estadounidense, Donald Trump, la Unión Europea (UE) y China, en una inusual declaración conjunta, se comprometieron el pasado 16 de julio a fortalecer el sistema global. El presidente de la UE, Donald Tusk, y el primer ministro chino, Li Keqiang, hicieron un llamamiento a «prevenir el caos y el conflicto» mediante la «preservación del libre comercio» y «del sistema regulatorio multilateral» basado en Naciones Unidas. Pero para poder emitir esa declaración común, la UE aceptó soslayar las prácticas comerciales desleales y depredadoras chinas. La cumbre evidenció el buen resultado de la estrategia china a largo plazo y las debilidades europeas.

Mientras la UE sigue prisionera de su crisis existencial y sus divisiones internas, limitándose a reaccionar a los acontecimientos y con visiones cortoplacistas dispersas, China lleva años aplicando de forma minuciosa una estrategia coherente a largo plazo para convertirse en una superpotencia global contra cuyos intereses no se pueda actuar. Pekín, apoyándose en un fuerte sector estatal, está movilizando de forma masiva los recursos económicos, financieros, políticos, sociales y militares necesarios para conseguirlo.

Aunque la UE anuncia de forma regular grandes planes estratégicos, su eficacia resulta limitada: por un lado, debido a la falta de ambición, las divergencias internas y los insuficientes recursos movilizados, y por otro, debido a las constricciones autoimpuestas como los perjuicios contra las empresas públicas y la planificación económica e industrial, las regulaciones que priman intereses a corto plazo de las compañías privadas sobre el interés público colectivo, la dificultad para vetar la compra de empresas clave y la restricción de ayudas a la industria.

La nueva China de Xi Jinping dejó atrás las consignas de Deng Xiaoping («esconde tu brillo, nunca intentes tomar la iniciativa»), sustituyéndolas por una «estrategia global de seguridad nacional» para proteger los intereses clave en el interior (salvaguarda del régimen político y progreso económico) y el exterior (económicos y geoestratégicos). La nueva China global, con una política exterior afirmativa y con una proyección de poder ambiciosa, es bien visible: creciente papel en la ONU, base militar en Yibuti y otras en preparación, exportación de armamento sofisticado como drones, influencia política cada vez mayor en Asia, África, América Latina y Europa, control de puertos clave en Europa (El Pireo, Valencia, Zeebrugge)... Que los ciudadanos alemanes, británicos e italianos fueran evacuados de Yemen en el 2015 por la Armada China simboliza el cambio de papeles.

La Nueva Ruta de la Seda china, con la aportación de más de 100.000 millones de euros por parte de Pekín para inversiones en infraestructuras en Asia y Europa, es un instrumento central para expandir su influencia, que se suma a la obtenida a través de la Organización de Cooperación de Shanghái, la asociación de China con 16 países de Europa central y oriental (16+1), la participación de China en el Fondo Europeo para Inversiones Estratégicas (Plan Juncker) y la compra de empresas por todo el Viejo Continente. Esa influencia política ya se deja sentir en la UE, por ejemplo, con el veto de Grecia en junio del 2017 a una declaración crítica sobre los derechos humanos en China y el veto de Hungría y Grecia en el 2016 a una crítica a Pekín por el conflicto del Mar de China Meridional.

El bajo nivel de inversión pública en Europa a causa de la política de austeridad ha facilitado que China aparezca como fuente de financiación alternativa en los Balcanes y la propia UE, aunque esto genera una dependencia de Pekín. Un estudio de McKinsey reveló que China invierte anualmente en infraestructuras en su país el doble que la UE y Estados Unidos juntos, pese a que el PIB conjunto de ambos triplica el de China. La dispersión y fragmentación de los fondos y planes de inversión europeos también debilitan su visibilidad y eficacia política en beneficio de China.

Un ejemplo reciente de la debilidad de la UE en áreas clave frente al modelo chino es el plan de la Comisión Europea para impulsar el desarrollo de la inteligencia artificial. El plan europeo, muy genérico, prevé una inversión pública de 1.500 millones (2018-2020), que se espera complementar con 2.500 millones privados. El plan chino, por el contrario, prevé invertir decenas de miles de millones, una lista de objetivos precisos y políticas concretas para conseguirlos, así como incentivos para atraer especialistas extranjeros y crear empresas innovadoras. Solo la ciudad de Tianjin planea movilizar un fondo de 13.000 millones, una cifra que supera la prevista para toda la Unión Europea.