Por la carretera de Gülbaba, al otro lado de la frontera del cantón de Afrín, pasan cada día los tanques llenos de soldados turcos que van a Siria. Las caravanas, normalmente, van en una dirección: hacia el frente, hacia la batalla. Allí, junto con soldados opositores sirios, Turquía está llevando a cabo una ofensiva terrestre y aérea para echar a las milicias kurdas de la región siria, un sitio donde, hasta hace poco, no había habido nunca disparos.

La guerra de Siria, que parecía que estaba cerca de acabar, se complica. Turquía y las otras potencias que tienen presencia en la región —EEUU, Rusia, Irán y Arabia Saudí— la han convertido en un juego, en un pulso.

El martes por la noche, mientras un grupo de catorce blindados cruzaba Gülbaba en dirección a Siria, Mehmet, junto con los demás chicos del pueblo, los saludaba y vitoreaba.

A Gülbaba, un pueblo de contrabandistas de tabaco y aceite, sin embargo, la operación militar en Afrín no le ha hecho ningún bien. «Desde hace unos meses, cuando el Gobierno puso el muro, el pueblo se ha empobrecido mucho. Antes era bastante rico», explica Mehmet, a quien, como a la mayoría de los turcos, le gusta la ofensiva.

LA DURACIÓN / Pero Mehmet le pone sus matices: «El Gobierno dice que la intervención será corta, pero la operación Escudo Protector del Éufrates del año pasado tardó muchos meses en completarse. Y eso que Jarabulus es mucho más pequeña que Afrín. Creo que tardarán, como mínimo, medio año en conquistarla», explica Mehmet, que en la semana que llevamos de ofensiva se ha acostumbrado a escuchar cada cinco minutos los disparos de la artillería turca por encima de las montañas. Por encima de su casa.

Cada día que pasa los bombardeos sobre Afrín se intensifican. El Gobierno turco, apoyado por su sociedad civil, presiona cada día más. Tanto Ankara como las milicias kurdas, las YPG, envían más tropas a luchar.

Y, mientras tanto, la retórica y las soflamas belicistas aumentan. Con esta ofensiva, Turquía pretende crear una franja de 30 kilómetros al sur de su frontera. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, según asegura él mismo, está dispuesto a hacer lo que sea por no compartir frontera con las YPG, una milicia kurdosiria con vínculos con la guerrilla del PKK, calificada de terrorista por EEUU, la UE y Rusia. Esta guerrilla lleva en guerra con Ankara desde los años 80.

Pero las YPG son el aliado de EEUU en Siria: la operación militar en Afrín está destruyendo las relaciones entre Washington y Ankara, países aliados de la OTAN. Trump y Erdogan hablaron por teléfono el miércoles por la noche, pero la conversación pareció dinamitar la relación. Según un comunicado de la Casa Blanca, Trump le dijo a Erdogan que Turquía utiliza retórica «destructiva y falsa».

Pero Ankara lo niega. «El presidente Trump nunca usó esas palabras. Solo dijo que las críticas del Gobierno turco a EEUU causan preocupación. El presidente Erdogan le contestó que son sus políticas de apoyo a las YPG las que causan ira en Turquía», dijo a la prensa una fuente oficial turca. «Nuestra confianza con EEUU está dañada», explicó el ministro de Exteriores turco, Mevlüt Çavusoglu. El sábado, Turquía afirmaba haber arrancado el compromiso de EEUU de dejar de suministrar armas a la milicia kurda e instaba a Washington, que guardaba silencio, a retirar sus tropas de la ciudad de Manbij.

Siria está dividida en tres. Una parte, al oeste, es la del régimen de Damasco, donde reina Bashar el Asad con el apoyo ruso e iraní. Otra, al este y norte, es la región en manos de las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), controladas por las YPG, a las que ataca Turquía. Con las SDF hay 1.500 soldados estadounidenses. La última parte, que controla pequeñas bolsas de territorio, es la de la oposición siria, integrada bajo el Ejército Libre de Siria: ésta es la carta a la que apuesta Erdogan.

El futuro de Siria ya no se juega en Siria: se juega en los despachos presidenciales de Washington, Moscú, Teherán, Riad y Ankara. «El conflicto —explica Hassan Hassan, un analista sirio radicado en Londres— ya no está en manos de las facciones locales. Se ha convertido en un asunto internacional. Ahora se trata de diferentes países que pactan y luchan entre ellos. Lo que piensen los locales ya no importa».

Y esto, según explica, puede ser tanto bueno como malo: «Las potencias podrían forzar a las partes a llegar a acuerdos que antes, cuando el conflicto era más caótico, eran imposibles. Pero si los acuerdos son modelados como en el escenario actual en el norte de Siria (Afrín), causará nuevas heridas y más guerras civiles dentro de las que ya existían».