La verdad, según el mantra de la serie de fenómenos paranormales Expediente X, está ahí fuera. En el mundo de Donald Trump es difícil encontrarla. Ayer, el presidente de Estados Unidos incitó de nuevo a la islamofobia compartiendo en su popular cuenta de Twitter (con 43,6 millones de seguidores) tres vídeos que pretenden presentar a musulmanes cometiendo actos de violencia. Su acción provocó una condena prácticamente unánime, incluyendo la que llegó desde el 10 de Downing Street, donde un portavoz de Theresa May aseguró «el presidente [estadounidense] se ha equivocado al hacer esto».

A Trump le trajo sin cuidado que los vídeos hubieran sido divulgados por Jayda Fransen, una activista de la organización de extrema derecha del Reino Unido Britain First, condenada por un crimen de odio e imputada por otro de acoso religioso agravado. Tampoco las serias dudas sobre la credibilidad de al menos uno de los vídeos. Según declaró Sarah Huckabee Sanders, la secretaria de prensa de la Casa Blanca, «sea o no el vídeo real, la amenaza es real. La meta [del presidente] es promocionar una seguridad nacional y fronteriza potente. (...) Hay que hablar de la amenaza y es lo que está haciendo el presidente al sacar el tema».

El episodio no sorprende viniendo de un mandatario que en el pasado ha retuiteado a grupos supremacistas blancos (que ayer volvieron a aplaudirle), que alimenta y propaga teorías conspiratorias, o que el año pasado compartió en la red social una frase de Mussolini. Pero lo que vuelve a estar en plena vigencia ahora fue algo que dijo tras dar voz al dictador italiano: «He captado su atención, ¿no?».

FRENESÍ DE MENSAJES

En apenas tres días, Trump ha vuelto a desplegar el frenesí de mensajes que solo él (y quizá su antiguo estratega jefe, Steve Bannon) sabe si es estrategia política o instinto. Y lo ha hecho a las puertas de un diciembre clave para su agenda. Intenta que el Congreso controlado por los republicanos pase una polémica reforma fiscal que representaría el único gran logro legislativo en su primer año de mandato. Pero también enfrenta una crisis: el día 8, si republicanos y demócratas no llegan a un acuerdo presupuestario, el Gobierno federal puede quedarse sin fondos para operar.

En ese escenario, todo está enmarañado, algo a lo que contribuye la furia tuitera de Trump. El martes, por ejemplo, los líderes demócratas de las dos cámaras cancelaron su participación en una reunión con Trump después de que el presidente diera a entender, en la red social, que no habría acuerdo.

El magnate tiene además abierto el flanco de su guerra contra la prensa, en la que no ceja. Pero su ataque a medios particulares como la CNN o la NBC coincide en estas últimas horas con su propia insistencia en una realidad paralela, especialmente en lo que se refiere a las acusaciones de acoso sexual en su contra.

Mientras el país está sumido en un movimiento hacia la tolerancia cero con el acoso y el abuso, dos informaciones (primero de The New York Times y luego de The Washington Post) han revelado que Trump niega ahora la autenticidad de la grabación del 2005 donde presumía de ser un depredador sexual (cuya veracidad él mismo reconoció al disculparse cuando la grabación salió a la luz unas semanas antes de las elecciones). Y ayer, cuando Matt Lauer, uno de los periodistas estrellas de la NBC, fue despedido por una denuncia de agresión, Trump aprovechó para pedir que se investigue a directivos de esa cadena y de Msnbc. Y, de paso, aprovechó para resucitar una teoría conspiratoria (desprestigiada por una investigación policial) sobre otro periodista (y antiguo congresista) crítico con él.

Como ha recordado The Washington Post, desde que llegó al Despacho Oval, Trump ha hecho al menos 1.600 declaraciones que son mentiras o engañosas. Y como ha escrito en el rotativo Greg Sargent, «rutinariamente, las mentiras se pueden mostrar falsas, a menudo son hasta risibles. Pero eso sirve a sus fines. (...) Tanto en el volumen como en el enorme desafío de sus mentiras, Trump está reivindicando el poder de declarar la irrelevancia de hechos verificables y contradictorios y, con ello, el legítimo papel institucional de la prensa libre».