Nunca fue tan evidente la gigantesca pequeñez de Donald Trump. Seis días después de que comenzaran las protestas por la muerte del afroamericano George Lloyd en Minneápolis a manos de la Policía, transformadas en los disturbios más violentos desde el asesinato de Martin Luther King en 1968, el presidente de EEUU se mantiene atrincherado en la Casa Blanca, incapaz de ofrecer una respuesta a la indignación que recorre el país o si quiera unas palabras de aliento para consolar a la nación. Su impotencia quedó reflejada el viernes cuando tuvo que esconderse durante casi una hora en el búnker de la mansión presidencial, una imagen similar a la del domingo, cuando la Casa Blanca apagó todas sus luces mientras los disturbios arreciaban a unas decenas de metros de su perímetro.

Ese apagón sirve de metáfora para el apagón de liderazgo que vive el país en sus horas más críticas, una crisis social, económica y sanitaria sin precedentes en muchas décadas. El fuego ha llegado ya a los 50 estados. En más de la mitad, se ha desplegado a los militares de la Guardia Nacional. Decenas de ciudades han impuesto toques de queda. Más de 4.000 personas fueron arrestadas durante el fin de semana, según Associated Press. Y solo el domingo murieron al menos seis personas en los encontronazos con la policía y el pandemonio generalizado. Pero las cifras no bastan para ilustrar la furia que se ha apoderado de las calles, un estallido social en el que confluyen más elementos que la brutalidad policial o el racismo institucional contra los negros.

En el Parque Lafayette, situado enfrente de la Casa Blanca, una hoguera emborronó el domingo la noche de Washington. Ardieron al menos dos coches y se prendió fuego al sótano de la iglesia de Saint John, la llamada iglesia de los presidentes, en la que han rezado todos los comandantes en jefe del país desde James Madison. Mientras cientos de manifestantes ignoraban el toque de queda para fajarse con una policía que disparó balas de goma y gas lacrimógeno, se saquearon más comercios y volaron más escaparates, reventados con bates de béisbol o scooters de alquiler. Fue el preludio de un amanecer de cristales rotos y fuck you, fuck Trump pintado por todas partes. Un paisaje muy similar al que quedó en decenas de ciudades, desde Sacramento a Nueva York o Miami.

Lejos de tratar de calmar los ánimos, el presidente amaneció quejándose de las encuestas, cargando contra el demócrata Joe Biden, culpando a los anarquistas del desorden y pidiendo mano dura a los gobernadores. «Muchos de vosotros sois débiles», les dijo después en una videoconferencia en la que reclamó una respuesta mucho más contundente. «Tenéis que arrestar a gente, tenéis que seguirles, tenéis que meterlos 10 años en la cárcel para que esto no vuelva a suceder más», afirmó según el audio de la llamada obtenido por la CBS. «Tenéis que dominar la situación porque si no parecéis una panda de gilipollas». Su fiscal general, William Barr, anunció que se impondrán cargos de terrorismo a los responsables del vandalismo.

PACÍFICAS Y VANDÁLICAS / Cada día que pasa la violencia va a más. Las protestas son pacíficas de día y vandálicas de noche, por más que la policía haya pasado de la disuasión a las porras. En Nashville se prendió fuego al Ayuntamiento; en Chicago se saquearon las tiendas de lujo de la Magnificent Mile; lo mismo que sucedió en Beverly Hills, Rodeo Drive (Los Ángeles) o en las tiendas de Rolex, Chanel o Prada en Manhattan. Pero el vandalismo no está discriminando, también se ha cebado con pequeños comercios y con la sede del mayor sindicato del país en Washington. Todo, en medio de una monumental crisis económica y en pleno renacer de los centros urbanos.

Nadie sabe cómo o cuándo acabarán las protestas. Porque esta es una suerte de revuelta popular sin demandas ni liderazgo, una vez consumado el arresto y la imputación del policía que mató a Lloyd. Ni los llamamientos de los líderes negros o de la familia de Lloyd han aplacado la frustración social. «No es eso lo que hubiera querido mi hermano», dijo el domingo Terrence Floyd.