Las denuncias por la separación de niños inmigrantes de sus padres cuando cruzan sin papeles la frontera de Estados Unidos siguen escalando en intensidad. Llegan ya no solo de grupos de defensa de los derechos humanos; expertos en pedagogía, psicología y trauma o de políticos del Partido Demócrata en la oposición. Se han sumado a las críticas destacados republicanos como la exprimera dama Laura Bush y el senador Lindsay Graham, muy cercano a Donald Trump, la página editorial del tabloide conservador New York Post y líderes evangélicos. Aun así, y pese a la avalancha de indignación, Trump y su Administración se han enrocado en la decisión política de aplicar la «tolerancia cero» en la frontera, juzgar como criminales a los inmigrantes adultos y forzar de esa manera la separación de los menores.

Ya en mayo John Kelly, que actualmente es jefe de gabinete de Trump, reconoció públicamente en una entrevista que un factor clave en la decisión del gobierno de separar a los niños de sus padres (que él promovió) es buscar el «efecto disuasorio» para frenar a otros inmigrantes. Con cerca de 2.000 niños separados de sus padres en seis semanas, nada indica que esté funcionando.

Hay también claros intereses electorales. Melania Trump ha entrado en el cruel juego, y el domingo, su portavoz transmitió que «odia ver a los niños separados de sus familias» (una frase que el propio Trump ya usó el viernes) y cree que EEUU necesita «ser un país que siga todas las leyes pero también un país que gobierne con el corazón». El comunicado también decía que «espera que ambos lados del arco político se pongan de acuerdo para lograr una reforma migratoria satisfactoria», responsabilizando a los demócratas de una decisión de su esposo.

Una de las voces que se ha alzado contra la separación de menores inmigrantes de sus padres ha sido la del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, un órgano que se da por seguro que Trump va a abandonar.