Las campañas de desestabilización atribuidas a Rusia adoptan métodos y recursos diferentes, aunque existe un común denominador, valoran los expertos: todas intentan acentuar la polarización de las opiniones públicas en países considerados como rivales, además de mermar la credibilidad y la fiabilidad de la democracia como sistema político. Estos son algunos escenarios donde se producen:

El pasado 1 de noviembre, la Agencia Nacional del Crimen en el Reino Unido informó de que investigaba a Arron Banks, un empresario británico que entregó nueve millones de libras a la campaña en favor del brexit, convirtiéndose en el más generoso donante político de la historia del Reino Unido. Además de estar casado con una ciudadana rusa, este hombre de negocios mantuvo muchos encuentros en la Embajada de Rusia antes y después del referéndum. El origen de una parte importante de los fondos donados por Banks se pierde en el paraíso fiscal de la isla de Man, mientras la prensa británica sostiene que paralelamente, recibió ofertas de participación en una empresa rusa productora de oro.

En julio, Orján Dzhemal, Kirill Radchenko y Aleksándr Rastorgúyev, tres periodistas rusos que investigaban en la República Centroafricana las actividades de Wagner, una reservada organización paramilitar rusa que participó en los conflictos de Siria y Ucrania, fueron asesinados en extrañas circunstancias. Moscú se apresuró a calificar el incidente como «robo común» aunque revelaciones posteriores apuntan a un crimen relacionado con su trabajo periodístico.

En la República Centroafricana, el Kremlin apoya al Gobierno frente a otras facciones armadas y ha logrado que la ONU haga una excepción en el embargo de armas decretado en el 2013 y le permita exportar fusiles y otras armas ligeras a su aliado. Las actuaciones de Moscú inquietan en París y otras capitales occidentales, que temen que esté azuzando la guerra civil en el país. Los importantes yacimientos de uranio con que cuenta el país parecen ser el móvil que provoca el interés del Kremlin por un país tan remoto.

Control de las rutas

Moscú apoya en Libia al general Jalifa Haftar, enfrentado al Gobierno reconocido por la ONU, mediante envíos de armas, despliegue de miembros de las Fuerzas Especiales y el servicio de inteligencia militar y la apertura de bases. Al mismo tiempo, corteja a otros actores en el conflicto, como Saif al Islam, el hijo del difunto dictador libio Muamar el Gadafi, para impulsar su ascenso. Según los expertos, Moscú aspira a recuperar la influencia perdida tras el derrocamiento de Gadafi en el 2011 y sobre todo, controlar las rutas migratorias hacia el continente europeo. Ello le concedería una potente herramienta de presión sobre la UE, dividida respecto a los refugiados y las migraciones. Algo similar sucedió en la guerra en Siria. La OTAN y oenegés humanitarias acusaron entonces a Rusia y a su aliado, el régimen de Damasco, de bombardear deliberadamente hospitales y escuelas en las zonas rebeldes para empujar a la población a huir hacia Europa.

Muchos observadores piensan que los 9,4 millones de euros prestados al Frente Nacional francés por el pequeño banco First Czech Russian Bank -que ha quebrado- es la punta del iceberg de una opaca red financiera rusa de apoyo a la ultraderecha en Europa. Sea como fuere, desde la concesión del crédito, «extrañas» cosas han sucedido, según la prensa de EEUU. Entre ellas, el hecho de que el tesorero del partido ultraderechista tenga que enviar mensualmente una suma de 165.000 euros a una mujer en Moscú, aunque desconozca a ciencia cierta los receptores del dinero, pues la entidad bancaria ya no existe.

La cooperación política entre los partidos ultraderechistas y Rusia es un hecho. Hace dos años, el FPÖ austríaco y Rusia Unida firmaron un acuerdo de cooperación. Matteo Salvini, Marine Le Pen y dirigentes de VOX no ocultan su admiración por Vladímir Putin.