El Partido Socialista francés lo tiene todo en contra. El contexto político europeo, marcado por el declive de la socialdemocracia, y el doméstico, donde la irrupción de Emmanuel Macron le llevó a una derrota histórica en las presidenciales del 2017 (un 6% de los votos) y redujo a 30 sus 300 diputados en la Asamblea nacional.

Además, pierde militantes, los problemas económicos le han obligado a vender su histórica sede de Solférino y del barco se han apeado el exprimer ministro Manuel Valls, próximo a la República en Marcha de Macron, y el candidato al Elíseo, Benoît Hamon, que ha creado su propia formación a la izquierda del PS.

Pero no es la primera vez que el partido atraviesa una crisis que lo pone al borde del abismo. En el congreso de Épinay de 1971, la prensa lo describía como un campo de ruinas. Una década después, François Mitterrand llegaba al Elíseo. Ese es el clavo ardiendo al que se agarra Olivier Faure, el nuevo líder de un partido que se juega su supervivencia en el estrecho espacio político que dejan el liberalismo de Macron y el populismo de izquierdas de Jean Luc Mélenchon.

Los socialistas franceses clausuraron ayer en Auverbilliers, un barrio industrial de la periferia parisina, su 78º congreso en un ambiente sombrío con trazas de terapia colectiva. En él destacaron más las ausencias que las presencias. No asistieron ni el expresidente François Hollande ni la alcaldesa de París, Anne Hidalgo. El líder del PSOE, Pedro Sánchez, que tenía previsto acudir el sábado, anuló su viaje por el caso Cifuentes.

En su discurso de clausura, Faure intentó poner los mimbres del «renacimiento» del partido, exigiendo el fin de las luchas intestinas y apelando a la «resistencia» frente a los populismos de todo tipo.