Ruanda amaneció inquieta el 6 de abril de 1994. Flotaba en el ambiente un temor extraño que tenía más que ver con los presagios que con los hechos. Su presidente, Juvenal Habyarimana, acababa de firmar unos acuerdos de paz en Arusha (Tanzania) con el Frente Patriótico Ruandés (FPR), guerrilla de mayoría tutsi que ocupaba el norte del país. Parecía una buena noticia: el fin de una guerra interétnica que había originado matanzas y el exilio de la élite tutsi tras la independencia de Bélgica en 1962. Entre los refugiados que se instalaron en Uganda, estaba un niño de solo 4 años llamado Paul Kagame que acabó convirtiéndose en el líder del FPR.

No todos estaban contentos con la paz de Arusha. El Poder Hutu, los más duros del Gobierno del duro Habyarimana, lo consideraba una traición. No estaban dispuestos a compartir el poder con los tutsis.

A las 20.26 horas del 7 de abril de 1994, el Falcon 50 del presidente ruandés, que viajaba acompañado de su homólogo burundés, Ciprian Ntayamira, se estrelló cerca de la pista 28 del aeropuerto internacional de Kigali. No fue un accidente. Le habían disparado dos misiles tierra-aire. La guardia presidencial, hutu, que esperaba a la comitiva tomó el control del aeródromo tras desarmar a los cascos azules de la ONU. Hubo movimiento de tropas en varios cuarteles. Se respiraban aires de venganza.

La primera ministra, Agathe Uwilingiyimana, una hutu moderada, trató de reunir al Gobierno. Los ministros más radicales no respondían y los moderados tenían miedo a salir de su casa. Había controles militares cerca del hotel Meridien. Lo extraño es que se levantaron antes de la muerte del presidente. En la madrugada del día 7, la primera ministra, escoltada por tropas europeas, trató de llegar a Radio Ruanda para dirigirse al país y pedir calma. Tras la muerte de Habyarimana, era la primera autoridad del país.

El rápido deterioro de la situación le obligó a refugiarse junto a su familia en una casa de la ONU protegida por cascos azules. Fue asesinada a las diez de la mañana junto a su marido y 11 soldados belgas. La persecución de los tutsis se extendió por la capital primero, y por el resto del país, después. Desde la Radio de Mil Colinas se dirigía la «caza» de las «cucarachas», como los llamaban. No fue un acto súbito de ira. Estaba planificado.

El Poder Hutu contaba con listas de personas a las que debían asesinar. Los dos misiles contra Habyarimana fueron la orden para la matanza. Las calles, los caminos y las carreteras se llenaron de matones. Hacían bajar a los ocupantes de los coches para separarlos según su aspecto físico. Los que parecían tutsis (altos y nariz estrecha) eran asesinados.

En tres meses murieron más de 800.000. Apenas hubo disparos. La muerte fue a machete, de uno en uno. También perdieron la vida hutus moderados que defendieron a sus vecinos o se negaron a dejar sus casas cuando se dio la orden de evacuación ante el avance desde el norte del Frente Patriótico Ruandés.

El entonces presidente de EEUU, Bill Clinton, sostiene que Ruanda es su mayor herida por no haberse anticipado a la masacre. Es condescendiente consigo mismo porque hubo señales suficientes de que se preparaba un genocidio. Más grave es la responsabilidad de Francia, que apoyaba al Gobierno hutu y a sus sectores más radicales. París tenía información privilegiada. Estuvo años enredando con el origen de los misiles que mataron a Habyarimana. Acusó a la guerrilla tutsi, después jugó con la teoría de la conspiración. A Habyarimana lo mataron los suyos por firmar la paz.

Ante el avance de la guerrilla tutsi que trataba de detener la matanza, Francia organizó la operación Turquesa. La vendió como humanitaria, pero su fin era salvar la vida de sus aliados que huían. Cerca de dos millones de hutus se asentaron en el este de Zaire (hoy República Democrática de Congo). Hubo epidemias y caos. Una de cólera mató a decenas de miles en pocos días.

¿Qué hemos aprendido de lo ocurrido en Ruanda? Tras 25 años, la respuesta es muy simple: nada. Ni siquiera consideramos un genocidio la limpieza étnica en Bosnia-Herzegovina en los años 90 del siglo pasado, como acaba de sentenciar el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia. Nos hemos olvidado de Darfur y de Sur Sudán. La matanza de los rohinyá en Birmania alcanzó titulares pero no las conciencias. Tampoco se habla de Israel y de su apartheid creciente en Cisjordania.

En noviembre de 1996, el Ejército tutsi atacó los campos hutus del este de Zaire. Sus fuerzas persiguieron a los genocidas, a sus familiares y a los que huían por miedo, sin diferenciar entre asesinos e inocentes. Fue una segunda matanza. Ruanda queda como un agujero en nuestra conciencia.

Más de seis millones de personas han muerto desde 1994 en la región de los Grandes Lagos. Unos, por las balas y los machetes; otros, por el hambre y las enfermedades. Es la región de las violaciones masivas de mujeres. Pero entonces mirábamos al Irak posterior a Sadam Husein.

Después llegó la crisis económica y dejamos de hablar de los demás. Ahora solo miramos a Trump y sus salidas de tono. Ya no es Ruanda, es nuestro mundo presuntamente civilizado inmerso en una espiral de xenofobia y odio. Las consecuencias están en la historia. Basta con leerla.