Era un vuelo de tan solo hora y media de duración desde Moscú, pero el Ilyushin-96 de la compañía Rossiya se posó en el aeropuerto Vantaa a las 12.58 del mediodía (una hora menos en España) es decir dos minutos antes de la hora programada para comenzar el encuentro en el Palacio Presidencial, sito en el centro de Helsinki.

Nada más aterrizar Vladímir Putin en Finlandia, ya quedaba meridianamente claro que el líder del Kremlin, una vez más, llegaba tarde a una cita, tal y como atestiguaron reiteradamente los cronistas rusos que forman el pool de reporteros que le siguen. El retraso, finalmente, fue de 35 minutos, el tiempo que necesitaron la veintena de vehículos y furgonetas que formaban el impresionante cortejo presidencial ruso en recorrer los 15 kilómetros que separan el aeródromo del centro capitalino. El presidente de EEUU, Donald Trump, llevaba ya varias horas en el país escandinavo, y según aventuró la CNN, prefirió asegurarse que su interlocutor ruso llegaba en primer lugar a la sede de la cumbre antes de abandonar su hotel, un extremo que la Casa Blanca no confirmó. A fin de cuentas, se trataba de una jornada en la que los gestos y el lenguaje corporal recibirían tanta atención mediática como las palabras pronunciadas.

El escenario escogido para el encuentro también dió pie a comentarios. Se trata del Palacio Presidencial de Helsinki, una sobria construcción neoclásica. Su particularidad radica en que precisamente sirvió de residencia oficial de los zares en los años en que Finlandia formó parte del Imperio ruso como un gran ducado autónomo, entre 1809 y 1917.

Durante este periodo, el emperador ruso era a la vez el gran duque de Finlandia, y la monarquía respetaba el autogobierno finlandés, aunque a la vez impulsaba la rusificación del país.

Ayer, en la capital de Finlandia, todo un presidente de Rusia que no hace ascos al apodo de zar y que ha recuperado para su país numerosos símbolos imperiales de los Romanov tras las ocho décadas de paréntesis soviético, se ha visto las caras con su homólogo estadounidense en un lugar que, cuando menos, le podía resultar familiar y que un siglo antes era parte integral su país.

En lo que se refiere al lenguaje corporal que irradiaron ambos, se repitió lo sucedido durante la entrevista que celebraron ambos en un aparte de cumbre del G-20 en Hamburgo, hace exactamente un año. En el posado ante los fotógrafos antes del encuentro cara a cara, el neoyorkino ocupaba también el borde de su asiento, moviendo nerviosamente las manos y dando una cierta apariencia de inquietud. Putin, en cambio, aparecía recostado sobre su sillón, dedicando de vez en cuando miradas tranquilas a su interlocutor. Semejante comportamiento no pasó desapercibido entonces a numerosos comentaristas, que destacaron que el norteamericano daba la impresión de «estar necesitado».

Finlandia ya no está en la órbita ruso/soviética y se siente orgullosa de su estatus de neutralidad. También es uno de los estados más comprometidos con la libertad de la prensa, según reconoce Reporteros sin Fronteras, organización que le otorga la cuarta posición en la lista del países del mundo más respetuosos con los medios de comunicación. Recordando los ataques que tanto el norteamericano como el ruso han lanzado contra la prensa de sus países respectivos, el diario Helsingin Sanomat, el principal rotativo finlandés, sembró de carteles-protesta en el recorrido desde el aeropuerto a la ciudad. «Trump llama a los medios de comunicación ‘el enemigo del pueblo’», rezaba en inglés uno de los pasquines. «Putin ha cerrado la más grande agencia de información», se leía en otro escrito en ruso. Con este acto, «queremos recordar (a ambos mandatarios) la importancia de la libertad de prensa, los medios de comunicación no deben ser el perro faldero de ningún presidente o ningún jefe», declaró Kaius Niemi, director de la publicación.

Las protestas contra ambos dirigentes superaron el ámbito de la prensa y llegaron a la ciudadanía. Alrededor de 4.000 personas se concentraron ante la catedral de Helsinki el pasado domingo, convocados por varias oenegés de derechos humanos, para reclamar entre otras cosas, la libertad de «los presos políticos» en Rusia y el fin de políticas que cercenan los derechos de las minorías sexuales en ambos países.