Una de las constantes de la presidencia de Donald Trump ha sido su tortuosa relación con los servicios de inteligencia, las 17 agencias que componen el opaco entramado del espionaje de EEUU. Desde sus tiempos de candidato, cuando los servicios secretos concluyeron que Rusia interfirió en la campaña para beneficiar a su candidatura, Trump ha visto en la inteligencia un incordio, cuando no una quinta columna dedicada a forzar su caída. Nadie ha demostrado, sin embargo, un esfuerzo concertado del espionaje para sabotearlo. Todo indica más bien que la frustración se deriva de su incapacidad de poner a los espías al servicio de sus objetivos. Unos espías que no deben su lealtad al Ejecutivo, sino a la Constitución.

El último ejemplo está en la denuncia anónima que sirvió para destapar el escándalo de Ucrania, la munición utilizada por los demócratas para poner en marcha el proceso de impeachment contra el presidente. Aunque la identidad de su autor sigue siendo un misterio, la prensa apunta que es un analista de la CIA que estuvo asignado en la Casa Blanca y recabó su información de las comunicaciones cruzadas entre las distintas agencias. En la denuncia sugiere que Trump abusó de su poder «al solicitar la interferencia de un país extranjero en las elecciones del 2020» durante la llamada que mantuvo con el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y más tarde trató de encubrirlo cuando la Casa Blanca ordenó que la transcripción se ocultara en un servidor dedicado a la información reservada.

Traidores

El presidente está furioso. Ha pedido la cabeza del mensajero y sus fuentes, a los que se compara desde el lado contrario con Daniel Ellsberg, el analista militar y héroe del pacifismo que aireó los Papeles del Pentágono durante la guerra de Vietnam. «Quiero saber quién es esa persona y quién le dio la información», dijo esta semana antes de afirmar que deberían ser tratados como traidores y juzgados acordemente.

Trump ha definido alguna vez a los servicios secretos como el «corrupto y demente Estado profundo». Se ha mofado de sus errores en Irak, ha negado sus conclusiones sobre la interferencia rusa o ha dicho que sus líderes «deberían volver al colegio» después de que contradijeran su postura sobre Irán y Corea del Norte. «En mi carrera no he visto nunca una relación tan disfuncional y dañina entre la Casa Blanca y la inteligencia», dice a este diario Kent Harrington.

Pero no cree que la denuncia del informante sea parte de una conspiración del espionaje para derribar al presidente. Una opinión que comparte Douglas Valentine, autor de varios libros sobre la CIA, todos ellos muy críticos. «Diría que es un lobo solitario, un idealista que ha puesto la lealtad a la ley por encima de la lealtad a Trump», asegura en una entrevista telefónica. De hecho, durante muchas semanas, la cúpula del espionaje se plegó a los dictados de la Administración al negarse a compartir con el Congreso la denuncia anónima, en contra de la ley.

Por mucho dramatismo que Trump haya insertado en su relación con la inteligencia, no ha dejado de aumentar su presupuesto. Al tiempo que trataba de instalar a sus leales en las posiciones de mando. Solo tres días despues de su conversación con Zelenski, despidió al director de la inteligencia, Dan Coats. Y lo hizo después de que la Casa Blanca averiguara que el contenido de la llamada había hecho saltar las alarmas en los servicios secretos, según The New York Times.

Trump trató de reemplazar a Coats con John Ratcliffe, un congresista tejano sin apenas experiencia en seguridad nacional, más conocido por su apoyo sin fisuras al presidente, pero la nominación se frustró tras descubrirse que había hinchado su currículum con falsedades. Al final el cargo fue para Joseph Maguire, un veterano del aparato de seguridad. En su guerra para controlar a los espías, Trump había perdido otra batalla.