Fueron 14 días de abril y 120 kilómetros exactos de marcha los que cambiaron para siempre la vida de Nikol Pashinyán. Salió de Gyumri, la segunda ciudad de Armenia, como lo que era: líder de un partido minoritario en el Parlamento; siempre serio y bien afeitado, vestido de traje y corbata. Ese Nikol partió de Gyumri, pero nunca llegaría.

Lo hizo otro y, con él, todo cambió. Fue algo estudiado: a Ereván, capital armenia y destino de la marcha, llegó un Pashinyán de piel morena y barba larga y blanquecina; pantalones y camiseta verde militar, mochila gris en la espalda y megáfono en mano. En la carretera, a la que se lanzó solo, se le unieron miles. Pashinyán, hasta abril del 2018 opositor parlamentario siempre en eterna minoría, se había transformado: ahora era el líder de la revolución.

Todo fue muy rápido: el antiguo primer ministro armenio, Serzh Sargsyán, autoritario y corrupto, trataba de perpetuarse en el poder. Pashinyán y sus seguidores, para impedirlo, bloquearon el país. Los miles se convirtieron en cientos de miles en un país de menos de tres millones. En dos semanas, Ereván quedó paralizada. No había vuelta atrás.

Sargsyán tardó poco en entender que había perdido y, entonces, sin tratar de luchar por su puesto, dimitió. El 8 de mayo, un mes después de empezar la marcha, Nikol Pashinyán fue elegido primer ministro de Armenia. La revolución había triunfado: habían alcanzado el poder.

REVOLUCIONARIO DE CUNA

Conseguirlo le costó 43 años y muchos intentos fallidos. Pashinyán fue expulsado de la facultad de Periodismo por su actitud revolucionaria para, más tarde, escribir y dirigir el periódico opositor armenio ‘Haykakan Zhamanak’. En el 2008 entró en política para retar por primera vez al presidente Sargsyán.

Perdería. Sargsyán, en unas elecciones fraudulentas, le ganó. Pashinyán y sus aliados, al día siguiente, llamaron a las protestas. La policía amenazó con intervenir y Pashinyán pidió resistencia. La policía, tras unos minutos de duda, atacó. 10 personas murieron y, temiendo ser encarcelado, Pashinyán desapareció.

Así estaría durante un año y medio, escribiendo en su antiguo diario que viajaba por el mundo con un pasaporte serbio falso cuando, en realidad, estaba escondido en Ereván. Al final acabó entregándose y pasó un año en la cárcel. Al salir, en el 2011, refundó su partido, volvió al Parlamento y continuó con su lucha, siempre contra Sargsyán y siempre en minoría.

Pero en abril de este año tuvo otra oportunidad. Lo hizo: marchó de Gyumri a Ereván y, ahora, siete meses después de aquello, Armenia está enamorada de él. Hace una semana, Pashinyán ganó las primeras elecciones tras la revolución, y lo hizo a lo grande: con el 70,4% de los votos.

Su popularidad es absoluta: «La política armenia está muy ligada al carisma del líder —dice Alen Ghevondyán, analista político—. No tanto en la ideología como en la personalidad. En sociedades como la nuestra, al líder se le entrega todo el poder. Se vuelve un símbolo». Pashinyán es tan intocable que hasta los partidos de oposición no se atreven a criticarle demasiado.

DOMADOR DE MASAS

Sus pocos detractores le achacan que es un populista, que pertenece a esa dudosa ola que recorre el mundo y que nos ha traído, entre otros, a Trump, Salvini, Orbán, Erdogan, Putin y algún puñado más de nombres en los demás continentes. Y algunos de sus seguidores lo aceptan: Pashinyán, con su amor por los baños de masas, los discursos llenos de sentimiento pero vacíos de contenido y sus directos constantes en Facebook, es un populista perfecto.

Pero su populismo ha servido para traer la democracia a Armenia; no para llevársela. Para acabar con la corrupción institucional; no para fomentarla. Pashinyán, de momento, ha sido como una ráfaga de viento fresco que fumiga todo lo malo de una habitación que lleva décadas enteras de ventanas y puertas cerradas y centímetros de polvo acumulado. Aunque todo, en un futuro, podría torcerse porque Pashinyán parece tener un pequeño problema: se adora a sí mismo.

Y la actitud que los armenios tienen con él no ayuda: se han serigrafiado camisetas, tazas, gorras, uñas y coches con su cara; levantado estatuas con su figura; compuesto canciones de rap, pop, rock y versiones de 'Despacito' en su nombre; representado obras de teatro infantil en su honor; empuñado monedas de oro y plata con su efigie. «Si la gente quiere usar mi cara como símbolo de la democracia, ¿por qué no?. No es problema. A veces me piden 'selfies'. ¿Qué hago? ¿Negarme? No es necesario que en una democracia la gente odie al primer ministro», argumenta.

Pero la cosa va más allá de dónde se ha estampado su cara o en qué radio han coreado su nombre: se le ha comparado, en Armenia, con Jesucristo, el Papa, el Rey —cualquiera de ellos—, Gandhi y César Augusto. ¡Oh, Nikol, héroe de la patria; padre fundador! Hay quienes temen (son, de momento, muy pocos) que el personaje se coma a la persona: que la revolución destruya a su líder. Que Pashinyán, portador de la democracia, se vuelva un déspota.

"OPEN FOR BUSINESS"

El primer ministro armenio, ahora, se enfrenta a un trabajo monumental. Su país, con dos de sus cuatro fronteras bloqueadas al completo, es pobre en extremo: el 30% de la población vive bajo el umbral de la pobreza. Fuera de Ereván, la capital, la vida es una lucha constante contra la miseria.

Lo han prometido mil veces, pero se hace difícil adivinar cómo Pashinyán y su Gobierno van a solucionarlo: «No tiene programa -dice Tevan Poghosyán, político opositor ya retirado-. Después de escucharlo hablar te das cuenta de que todo lo que dice son clichés. Dice: 'Necesitamos democracia, luchar contra la corrupción. mejora económica'. Todo eso está muy bien, pero no ha dicho cómo va a hacerlo. Es todo una incógnita: saber qué hará Pashinyán tras formar Gobierno; cuál será su primera ley».

Hay algunas pistas: la idea del primer ministro y su Gabinete es abrir el país a la inversión extranjera, acabar con los monopolios estatales y hacer de Armenia un centro tecnológico mundial. Pero, entonces, Pashinyán se enfada. Su programa lo es, pero él odia que se lo recuerden: no soporta que le llamen liberal. Frunce el ceño y se crispa.

Se nota que no le gusta la palabra 'liberal': «No acepto que me llamen así. He leído que soy un centrista, y me parece un problema muy serio, porque no lo soy; como tampoco soy socialdemócrata. En el siglo XXI las ideologías han desaparecido. Defino problemas y objetivos y les busco solución. Estoy más allá de los ‘-ismos’», dice Pashinyán.

Esta ha sido su clave: hablar solo de la falta de democracia y corrupción -de lo que preocupaba a los armenios- y, en sus discursos, apartar la ideología y los temas complicados a un lado. Quería apelar a todo el país y lo consiguió. Ahora le queda, seguramente, lo más difícil: estar a su propia altura.