Primero fueron los ruidos, inusualmente fuertes. Los alumnos de la escuela Profesor Raúl Brasil creyeron eran fuegos artificiales, ecos tardíos del carnaval. Pero quién podía provocar esos sobresaltos a las nueve de la mañana. Pronto se dieron cuenta de que tenían el horror delante de sus narices. Luiz Henrique de Castro y Guilherme Taucci Monteiro tenían 25 y 17 años y un grado de extravío que los podía llevar a lo peor de la condición humana.

Entraron encapuchados al colegio público de la periferia paulista donde todos los días se reciben unos mil estudiantes. Uno de ellos tenía en su chaqueta el dibujo de una calavera que no era otra cosa que el anuncio de al menos ocho muertes, cinco de ellos menores.

Primero atacaron al empleado de un lavadero de autos vecino. Luego entraron a la escuela y dispararon contra la coordinadora pedagógica y otra funcionaria. De inmediato se dirigieron al patio y abrieron fuego. De ahí siguieron hasta al centro de lenguas. Los asesinos habían utilizado un revólver calibre 38, machetes y una ballesta, como si hubiera querido vivir su propia serie de Juego de Tronos.

La policía llegó ocho minutos más tarde cuando la pesadilla se había consumado y se encontraron con los cuerpos sin vida de los atacantes: se habían suicidado. «No querían algo de valor ni de venganza. Solo matar a todo el mundo», dijo un superviviente. «Es la escena más triste que he visto en toda mi vida», dijo el gobernador paulista João Doria (PSDB, centroderecha).

Brasil tiene una de las tasas anuales de homicidios más escalofriantes en el mundo (30,3 muertes intencionales cada 100.000 habitantes). Las escenas del colegio Raúl Brasil trajeron a los brasileños el recuerdo de otros episodios similares. En 2002, un joven de 17 años e hijo de un policía mató a dos compañeros en una escuela en Salvador de Bahía. Un año más tarde, en la ciudad paulista de Taiúva, un exalumno de la escuela estatal Coronel Benedito Ortiz disparó contra alumnos, profesores y funcionarios y luego se mató.

En abril de 2011, en las afueras de Río de Janeiro, 12 adolescentes fueron masacrados en un escuela municipal por un hombre de 23 años. Ese mismo mes, un adolescente de 14 años que se consideraba víctima de bullying mató a un compañero con golpes de cuchillo en el interior del estado de Piauí. También de ese año, un alumno de 10 años disparó contra una maestra y luego se mató en otra escuela de Sao Paulo.

Jair Bolsonaro ha flexibilzado el control de armas bajo el argumento de que Brasil está «en guerra». La tragedia en el Raúl Brasil irrumpió en momentos que la sociedad no sale todavía del asombro por otro hecho que retrata la violencia en Brasil. Un expolicía y vecino de Bolsonaro en el acomodado barrio carioca de Tijuca aparece como el principal sospechoso del asesinato de la militante feminista Marielle Franco. La Policía lo detuvo junto con el hombre que conducía el automóvil que intervino en el atentado, también exsuboficial.

Ambos habían sido dados de baja por su vinculación con las «milicias» parapoliciales. «No recuerdo su cara», dijo el mandatario. Hasta el momento no hay pruebas que vinculen a los supuestos autores del crimen con el excapitán retirado. Su hijo Flavio, en cambio, tiene relaciones probadas con el «miliciano» carioca Fabricio Queiroz, un expolicía de fuertes vínculos con el crimen organizado.