La eterna exiliada Paquita Gorroño falleció la semana pasada en Rabat, la capital de Marruecos, a los 104 años, y ha sido enterrada este miércoles. Agotada por la carga de los años, se apagó sin ver cumplido su sueño: la Tercera República. Murió en los brazos de Fátima, la cuidadora que la atendió como si se tratara de su madre. “No soy nadie sin mi morita”, decía siempre Paquita con cariño, porque de ella dependía en los últimos años para levantarse, alimentarse y acostarse. Ya apenas podía moverse, pero guardaba una envidiable y lúcida memoria y un luminoso halo de luchadora que le acompañó prácticamente hasta el final de sus días. Los recuerdos de su militancia anarquista y sindicalista la mantenían con vida. "Lo único que me queda es protestar, que no es ni más ni menos que decir lo que pienso", decía.

Paquita huyó de España en el último año de la guerra civil. Su marido tenía un familiar en Marruecos y esta madrileña de armas tomar, republicana hasta la médula, acabó viviendo 80 años en un país donde la monarquía es sagrada. No solo eso, sino que acabaría penetrando en los muros de Palacio.

Tras varios empleos, primero en una empresa de colchones y más tarde como profesora particular de literatura francesa, le llegó la oportunidad de impartir clases en el Colegio Real. El día que Hasán II, el padre del actual monarca, Mohamed VI, ascendió al trono se acordó de la roja exiliada que había tenido como maestra de español cuando todavía era príncipe. El rey ordenó que se la buscara por Marruecos, no para dar clases sino para convertirse en su secretaria particular, porque requería una persona de confianza que dominara el castellano y el francés.

LAS LLAVES DE TETÚAN

Paquita daba el perfil y acompañó al rey en numerosos viajes institucionales dentro y fuera del país. Se forjó una estrecha relación de la que siempre presumió. De hecho, fue el propio Hasán II quien intervino, cuando Paquita ya rondaba los 70 años, para evitar la demolición del antiguo edificio de Rabat donde vivía en un modesto piso alquilado.

Recordaba en especial el día que acudió con Hasán II a recuperar las llaves de la ciudad de Tetuán, acto con el que se devolvía a Marruecos la soberanía sobre la zona norte del país, entonces bajo protectorado español. Ese viaje la consolidó como “la roja” de Palacio. "¡Quién me iba a decir que bajaría las escaleras del avión y me vería siendo indirectamente homenajeada por las tropas franquistas de las que huí!", contaba Paquita, riendo a carcajadas, el pasado mayo, cuando todavía desafiaba a una muerte que invocaba a diario. “Estoy muy cansada, ¿es lógico, verdad?”, decía.

En las primeras páginas de la agenda personal de Paquita se encontraba el teléfono directo de la secretaría particular de la corte alauí. “Esta siempre será tu casa”, le dijo Hasán II cuando decidió tomar otros derroteros. El rey trató de disuadirla de abandonar Palacio proponiéndole la nacionalidad marroquí y un empleo muy remunerado.

OPOSICIÓN ANTIFRANQUISTA

Pero Paquita, fiel a sus principios, renunció. “Rey, no hablo árabe, tampoco soy musulmana, ¿qué van a pensar de mí cuando cruce la frontera y la policía vea mi pasaporte marroquí y no sea capaz de pronunciar una palabra en árabe? No es lógico, rey”, le contestó. Se implicó con la oposición antifranquista en el exilio -"al rey nunca le importó porque sentía desprecio por Franco", recordaba- y siempre estuvo del lado de los más vulnerables, enseñando por ejemplo a leer a mujeres analfabetas.

Y entre recuerdo y recuerdo transcurrieron los años para esta mujer, disfrutando de los partidos de tenis de su admirado David Ferrer en la tele acompañándolos con una copita de whisky, y aguardando la llamada desde Suiza de cada domingo de su hijo, de quien no se pudo despedir.