Valeria aún abrazada a su padre. Valeria bocabajo, aún encajada en la camiseta de Óscar Alberto Martínez Ramírez, en el río Bravo. Valeria muerta en la frontera entre México y Estados Unidos, otra vez en ese quicio simbólico entre el Norte y el Sur, en esos lugares donde unos kilómetros dictaminan la distancia entre la muerte y la vida. La fotografía, la conmoción social -que cada vez dura menos- y la literatura: cómo debieron de ser arrastrados juntos por la corriente, el gesto de su brazo aún rodeando la nuca de su padre.

Sí, la historia universal. La historia de Valeria no es única, nos dicen: es la historia de miles de niños que huyen de la violencia en todo el mundo. Valeria es un icono: esa palabra que nunca debería ir unida a su nombre.

Pero esta historia sí que es única. Son tantas las fronteras, los mares y ríos, los muros y las guerras, que los niños y niñas refugiadas -llamémosles de momento así- sufren una violencia terrible pero diferente en numerosos puntos del planeta. Eliminar la singularidad es eliminar el periodismo, la posibilidad de discernir, de proponer.

Hay soluciones globales que pasan por aplicar las leyes, por el respeto al derecho de asilo, por la protección de la infancia, pero en cada escenario hay problemas urgentes y concretos que deben resolverse y que no se pueden subsumir en un magma de drama inexorable. En el caso de Valeria, por ejemplo: la violencia en Centroamérica, las pandillas en su país (El Salvador), los peligros a los que se enfrentan quienes cruzan México para llegar hasta la última frontera, y la xenofobia del presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Guerra silenciada

El informe anual de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) revela que la población refugiada mundial es de 25,9 millones de personas. Aproximadamente la mitad son menores de edad. En el 2009 eran el 41%. El año pasado Acnur registró 111.000 menores que viajaban solos o habían sido separados, y 27.600 pidieron protección internacional. Son los casos que el organismo ha podido computar. La mayoría están en Uganda (41.200) y provienen de una de las peores guerras -y más brutalmente silenciadas- de los últimos años: Sudán del Sur. Es evidente que hay muchos más casos, en África y en todo el globo, pero no se registran.

En un hospital en la frontera entre Jordania y Siria, conocí hace años a Mohamed, un niño de dos años que había perdido la vista. A Amina, que con cuatro años había perdido una pierna. A Amal, que con cinco años intentaba recuperar la visión en un ojo. Mohamed, Amina y Amal -nombres ficticios- eran hermanos: sufrieron esas heridas, según me contaron sus padres, en un ataque de un tanque sirio contra su hogar. Su hermano menor, de cuatro meses, había muerto. «Los niños memorizan lo que pasa -me dijo su madre-. Esta niña siempre me dice: he perdido la pierna por esta guerra. Y la otra se acuerda de que sangraba del ojo. Perdió el conocimiento durante el ataque, pero se acuerda de todo». Mientras su madre hablaba, Amal, la niña que se acordaba de todo, reclamaba su atención jugando con un globo.

El sufrimiento de los niños es algo tan elemental y delicado que siempre dudo, como periodista, a la hora de escribir sobre él. Se corre el riesgo de usar la infancia para conmover sin informar, de la misma manera en que se hace pornografía de la pobreza o se glamuriza la violencia en fotografías perfectas y series de éxito. O algo peor: se corre el riesgo de acabar hablando -¡otra vez!- de las sociedades ricas, que a menudo son incapaces de verse en otras personas, pero sí son capaces de ver en los niños de todo el mundo a sus niños. Una manifestación enmascarada de egoísmo compasivo.

Juego de niños

Durante una operación de rescate de Médicos Sin Fronteras en el Mediterráneo, cuando Matteo Salvini aún no era ministro del Interior en Italia y no había intentado cerrar esa ruta, la primera persona rescatada fue una bebé siria de diez meses que huía con sus padres de Libia. No estaba asustada, no lloraba. Era la alegría del barco: se iba en brazos de todo el mundo, jugaba con los paquistaníes rescatados, con los trabajadores humanitarios. Si normalmente la presencia de un bebé da dramatismo a una crisis humanitaria, aquí servía para desdramatizarla.

Es la extraña catarsis que se da, a veces, en este tipo de migraciones. La de niños cruzando el Egeo y los Balcanes para llegar al norte de Europa con los padres intentándoles convencer de que es una especie de yincana o de videojuego. La de los chavales centroamericanos en albergues de México jugando a fútbol a la espera de seguir su ruta hacia el norte.

La de las niñas en un recinto protegido de la ONU en Sudán del Sur, corriendo descalzas y pisando vidrios, columpiándose, pasándolo bien mientras escapan del hambre. Hacen lo que hacen los niños mientras les queda un ápice de salud: jugar. Y, mientras, se imaginan un destino. El destino fantástico que le han descrito sus padres, el destino inventado cuya imagen se han forjado a través de compañeros y compañeras de viaje. Fantasean y dicen que quieren llegar. O hacen dibujos horribles de la guerra y dicen que no quieren ir a ningún lado. O se quedan atrapados en el pasado, echan de menos su familia y dicen que quieren volver a casa, aunque siga la guerra.

¿Quiénes son? Una cosa sí tienen todos en común: no son refugiados, como hemos propuesto al principio. Alan Kurdi no era un niño refugiado. Valeria no era una niña refugiada. Si fueran refugiados, habrían recibido el asilo. Si fueran refugiados, quizá no los conoceríamos. Tuvieron su fotografía, pero no su refugio.