La violencia racista ha estallado con toda su fuerza en los Estados Unidos de Donald Trump, un país donde las nuevas generaciones del Ku Klux Klan se han quitado la capucha y los neonazis marchan exultantes y con orgullo, arropados por otros estadounidenses organizados en milicias mientras, con representantes de la derecha radical en su equipo, el presidente se resiste a distanciarse claramente de esos grupos.

Ayer sábado, tres personas murieron en Charlottesville (Virginia) en una caótica y violenta jornada provocada por la convocatoria de una manifestación de extrema derecha, a la que respondieron contramanifestantes. Una de las muertes, la de una mujer de 32 años, se produjo cuando un coche arrolló a algunos de esos contramanifestantes, dejando también 19 heridos, que se suman a otros 14 lesionados en los enfrentamientos. Las otras dos muertes fueron consecuencia del accidente de un helicóptero de la policía que seguía desde el aire las protestas.

El ataque con el coche fue intencionado según algunos testigos y los indicios a los que apuntan los vídeos, reminiscentes de las imágenes de atentados en Niza o Londres. Por él ha sido detenido y acusado de cargos que incluyen el de asesinato en segundo grado un joven de 20 años de Ohio, James Alex Fields Jr. Y el Departamento de Justicia ha empezado a investigar como un caso de derechos civiles.

La condena de Trump

Trump ha condenado los hechos pero tanto sus mensajes en Twitter como sobre todo la declaración que ha hecho desde Bedminster (Nueva Jersey) han sido ampliamente criticados. Al hablar ante la prensa el presidente ha condenado “en los términos más contundentes posibles esta atroz muestra de odio, intolerancia y violencia” pero la ha atribuido en dos ocasiones a “muchos bandos”. Y esa equidistancia, y el hecho de que en ninguno de sus mensajes haya denunciado directamente a los grupos racistas, le ha granjeado un aluvión de críticas, incluso desde su propio partido.