Emmanuel Macron mantiene inalterable el ritmo de sus reformas sin importarle que tengan todos los ingredientes para ser explosivas. Ahora le toca el turno al sector ferroviario. Aprovechando que la normativa comunitaria exige la apertura a la competencia en el 2020, el presidente francés se ha propuesto modernizar la emblemática SNCF, la sociedad estatal de ferrocarril lastrada desde hace décadas por la deuda, la falta de inversión en el mantenimiento de infraestructuras y la frecuencia de incidentes técnicos y retrasos que ponen a prueba la paciencia de los viajeros.

El Gobierno inició ayer una primera fase de concertación con los agentes sociales, dispuestos a un duro pulso para oponerse a una reforma que ven como una declaración de guerra porque amenaza el actual estatus laboral de los trabajadores del ferrocarril.

Se trata de un derecho, para unos, y de un privilegio, para otros, surgido de un decreto de 1950 garantizando a los asalariados de la empresa de trenes un empleo vitalicio y un régimen especial de pensiones que les permite jubilarse a partir de los 52 o los 57 años, dependiendo del puesto. El 90% de los trabajadores de la SNCF -unas 140.000 personas- encaja en esa categoría y los sindicatos lo van a defender con uñas y dientes, aunque no está claro que vayan a tener a la opinión pública de su lado. A cambio, el Estado asumiría la deuda de la SNCF, 45.000 millones de euros.

Ese es el escenario que tienen delante las centrales sindicales, bien implantadas en la SNCF pero con menos fuerza de la que mostraron en 1995. Entonces lograron sacar a dos millones de manifestantes y bloquearon el país para oponerse a la intención del primer ministro Alain Juppé de modificar el régimen de protección social de los ferroviarios. El proyecto de Juppé se retiró, pero ahora las cosas son diferentes. Desde el 2007 existe una ley de servicios mínimos en los transportes públicos, una medida de Nicolas Sarkozy para impedir la parálisis del país.