Los planes de Wang Jianli descarrilaron aquella madrugada del 4 de junio de 1989. Se acercaron cuatro tanques. El primero lanzó gases lacrimógenos. El segundo abrió fuego con ametralladoras. Y los dos últimos persiguieron a los estudiantes. Por las películas pensamos que los tanques son lentos pero no lo son. Les pasaron por encima. Recogimos once cuerpos, recuerda por teléfono desde Washington. Wang integra ese gremio en la diáspora que ha consagrado su vida a la frustrante lucha por llevar la democracia a China.

El Gobierno le había dado sobradas razones para desconfiar mucho antes. Era un niño cuando su padre, un líder local del partido, fue apalizado frente a su familia por una turbamulta, enviado a un campo de reeducación remoto y después rehabilitado con todos los honores y poder reforzado. Poco después escuchó a unos obreros cantar sobre la tiranía de su padre. Son las cosas que pasaban durante aquella demencial Revolución Cultural.

Wang, un estudiante de matemáticas brillante, pasó por los mejores centros chinos hasta aceptar un doctorado en la Universidad de Berkeley. Ahí estaba cuando la plaza empezó a atiborrarse de estudiantes. Organizó protestas en campus estadounidenses hasta que vio en televisión a los primeros heridos. Compró un billete de avión y aterrizó en Pekín un día después de que se aprobara la Ley Marcial.

CARTA DE INVITACIÓN

En la plaza coincidió con Liu Xiaobo, un intelectual también llegado desde Estados Unidos, que rápidamente había extendido su influencia en el movimiento y llamado la atención de Pekín. Liu estaba en la diana pero rechazó la carta de invitación de Wang para huir. Cuando los ánimos desfallecían organizó una huelga de hambre entre el profesorado. Liu pretendía un centenar de adhesiones y las cuatro conseguidas revelan el miedo que ya sobrevolaba por la plaza. Wang representó a la familia de Liu en la entrega del Premio Nóbel de la Paz en Oslo en 2010. Aquella silla vacía resumió la ignominia. Liu estaba encarcelado en China y moriría años después de un cáncer.

La noche de autos regresaba a la plaza desde su campus cuando escuchó las primeras ráfagas. Vimos a los militares, intentamos convencerles de que no dispararan, les cantamos La Internacional para ablandarlos pero parecían insensibles. Vi a un estudiante caer a escasos metros de mí. Cuando disparaban nos tirábamos al suelo. Lo hicimos muchas veces. No recuerdo que pensé, creía que aquello era irreal. Hubo un silencio y después empecé a llorar, continúa.

Aquella protesta de seis semanas había concluido al alba. Wang regresó al campus, se trató en el hospital la tos incontrolable causada por los gases, permaneció escondido en los suburbios pequineses durante dos días, alcanzó el aeropuerto y junto al resto de pasajeros aplaudió cuando el avión despegó. Empezaba su nueva vida de exiliado.

Trece años después regresó a China con un pasaporte prestado, fue detenido y condenado a cinco años de cárcel por espionaje, sufrió el aislamiento individual y torturas psicológicas durante interrogatorios de 14 horas. Fue liberado tras las presiones de la comunidad internacional. Nunca más ha regresado.

La vida no parecía sombría para los que escaparon tras las protestas. Un mundo impactado por las imágenes de los tanques les abrió sus puertas: Europa, Estados Unidos, Hong Kong, Taiwán las universidades destinaban fondos para los paladines de la libertad. Pero el dinero y la atención mediática se agotaron pronto y muchos de ellos, brillantes estudiantes en China, tuvieron que buscarse la vida en países cuya lengua desconocían y que no convalidaban sus títulos.

COLAPSO INMINENTE

La lucha por la democracia en China desde el exterior ha fracasado. El colapso inminente que Occidente ha anunciado durante décadas no está hoy más cerca que en 1989 y el pragmatismo ha relevado al romanticismo en las nuevas generaciones. La disidencia mengua en el exilio. Han caído en el olvido incluso los más conspicuos líderes de Tiananmén, sólo requeridos en sus aniversarios. Lo sabía Liu Xiaobo, que siempre rehusó la huida. El cuadro induce al desánimo.

Muy a menudo nos sentimos frustrados y fatigados porque, a pesar de todos nuestros esfuerzos, los chinos no saben lo que ocurrió. Es como llegar a una vía muerta. Y también es frustrante que, los que lo saben, no muestren ninguna simpatía, confiesa. Ni siquiera la abundante comunidad china en Estados Unidos participa con entusiasmo en su lucha democrática.

Wang es un tipo sensato que reconoce los errores de los estudiantes en las negociaciones y critica a los que aún viven instalados en el recuerdo glorioso de aquellos días. No somos líderes, la gente en China no nos sigue. Tenemos que asumir esa idea. Muchos en Estados Unidos se siguen llamando líderes estudiantiles, creen que les siguen escuchando. Es absurdo, continúa.

En el 25 aniversario se mostraba optimista, intuía grietas en el Gobierno y pensaba que su regreso a China no era lejano. Hoy, confiesa, lo es menos. La generación que peleamos entonces piensa que esta es la última oportunidad para conseguir una movilización masiva. En el 40 aniversario tendremos más de 60 años, probablemente muchos habrán abandonado, termina.