El próximo 15 de septiembre se cumple el 10º aniversario de la quiebra de Lehman Brothers, el banco de inversión cuyo desplome transformó lo que se había vendido hasta entonces como un tropezón accidental de la economía estadounidense en una crisis sistémica que puso en jaque a buena parte del mundo. En la memoria colectiva, fue el principio de la peor catástrofe económica desde 1929, una larga travesía por el desierto que arruinó la vida de millones de personas. Pero no todo el mundo parece pensar igual. La prensa británica publicó hace unas semanas que cientos de antiguos empleados de Lehman pretenden aprovechar el aniversario para celebrar fiestas de reencuentro en Londres, Hong Kong y Nueva York. Se han anunciado cócteles y canapés. Y es que, después de todo, la élite del sector financiero sigue teniendo bastantes motivos por los que brindar.

Todas las crisis son un drama. Y esta fue particularmente desagradable. Solo en EEUU, se perdieron ocho millones de empleos. Siete millones de familias fueron desahuciadas. Barrios enteros se vaciaron como si un ejército de zombis los hubiera arrasado. Quebraron empresas. Y un océano de billetes verdes en ahorros y pensiones se evaporó con el 'crash' bursátil. Pero las crisis también ofrecen oportunidades únicas para reformar los desequilibrios estructurales del sistema. En este caso el capitalista, que, por su propia naturaleza, basada en la acumulación de la riqueza y la maximización del beneficio, tiende a inmolarse periódicamente. Lo hace por puro empacho y especialmente los corsés que lo regulan desaparecen.

Victoria del neoliberalismo

Es lo que sucedió tras la Gran Depresión, que sentó las bases para la época más dorada de la historia estadounidense. Por entonces, se impuso transparencia en el sistema financiero. Materias primas y futuros pasaron a comerciarse en mercados regulados y, para proteger los depósitos de los clientes de la tentación especuladora, se separaron los bancos comerciales de los de inversión y las aseguradoras. Aquellas medidas del New Deal, unidas a sus políticas sociales, crearon una época de enorme estabilidad que propulsó la gran expansión de la clase media y la reducción de las abismales desigualdades de principios de siglo.

Esta vez también se habló de reformar el capitalismo, pero tras 10 años de tortuosa recuperación pocas cosas parecen haber cambiado sustancialmente. Así lo sugiere la desafección de los millones de votantes alrededor del mundo que se han echado en brazos de partidos y salvadores de la patria que prometen soluciones mágicas y buscan chivos expiatorios para problemas que tienen generalmente una raíz económica. Desde la precariedad al miedo al pobre que llega de fuera, algunas de las enfermedades propias del neoliberalismo imperante desde los años 80. Ese modelo, implacable en su deconstrucción del Estado de bienestar, lleva tiempo dando señales de agotamiento. Pero está más vivo que nunca. La llegada del multimillonario Donald Trump al poder es su victoria final.

Resentimiento ante la gestión de la crisis

El resentimiento con la gestión de la crisis fue uno de los motivos que allanó su camino hasta la Casa Blanca. Una sensación que no se ha disipado porque la recuperación en EE UU ha sido enormemente desigual. Es cierto que prácticamente no hay paro para aquellos que siguen buscando activamente empleo o que los ingresos medios de las familias han vuelto a los niveles previos a la crisis. Pero los salarios ajustados a la inflación apenas han subido en 40 años y el patrimonio de los hogares sigue muy por debajo de donde estaba a comienzos de la recesión en diciembre del 2007.

Todo eso contrasta con la fiesta que se vuelve a vivir entre las instituciones de Wall Street y las grandes empresas al mando de la economía. Unas y otras llevan muchos meses registrando beneficios récord, una bonanza que se refleja en los máximos históricos de las bolsas. Sus comandantes tampoco tienen motivo de queja. Las compensaciones de los consejeros delegados no se han recuperado del todo, pero aun así cobran 312 veces más que el trabajador medio, según el Economic Policy Institute.

Culpables beneficiados

A estas alturas hay pocas dudas de las causas que provocaron la crisis, que comenzó con el estallido de la burbuja y no tardó en revelar cómo las arterias del sistema financiero se habían contaminado por la codicia temeraria o directamente fraudulenta de sus capitanes. Billones de dólares en hipotecas de dudosa calidad y alto riesgo de impago se empaquetaron en productos financieros tóxicos que bancos y aseguradoras vendieron alrededor del mundo mientras se endeudaban hasta el paroxismo. Las agencias de calificación, que todavía cobran de las mismas instituciones que evalúan, dieron a esos títulos la máxima calificación. Y a medida que el gas mostaza se repartía por el orbe, unos y otros solo se preocuparon de cobrar sus comisiones.

«Cuando los bancos son meros intermediarios de riesgo, los desplomes en determinados mercados solo les afectan relativamente. Es lo que pasó durante la burbuja tecnológica de finales de los 90, cuando no cayó un solo banco», dice el profesor de la Universidad Americana Arturo Porzecanski, quien trabajó 30 años en Wall Street. «Lo que pasó esta vez es que bancos como Lehman Brothers, Bear Stearns o JP Morgan no solo ejercieron de intermediarios, sino que se quedaron con los productos de riesgo en sus carteras. El cáncer estaba en Wall Street y el paciente casi se muere».

700.000 millones que aún escuecen

La comisión encargada por el Congreso de establecer las causas de la crisis no dejó dudas de lo que había pasado. Apuntó a bancos, aseguradoras y reguladores. Pero lejos de ser penalizados en los remedios de la crisis, todos ellos acabaron en gran medida saliendo beneficiados. Ya fuera en el rescate masivo a la banca, en los estímulos monetarios de la Reserva Federal o en la falta de castigos para los responsables del desaguisado. «Lo que sucedió en el 2008 fue un golpe sin sangre. Lo llamamos crisis financiera, pero en realidad fue la compra del pasivo de EEUU. Washington ocupó Wall Street y Wall Street capturó Washington», escribió el periodista financiero Bob Ivry en su libro 'Los siete pecados de Wall Street'. Como muchos otros críticos de la gestión de la crisis, Ivry denunció una simbiosis casi perfecta entre los dos grandes poderes del país.

Todo eso contrasta con la fiesta que se vuelve a vivir entre las instituciones de Wall Street y las grandes empresas al mando de la economía. Unas y otras llevan muchos meses registrando beneficios récord, una bonanza que se refleja en los máximos históricos de las bolsas. Sus comandantes tampoco tienen motivo de queja. Las compensaciones de los consejeros delegados no se han recuperado del todo, pero aun así cobran 312 veces más que el trabajador medio, según el Economic Policy Institute.

Culpables beneficiados

A estas alturas hay pocas dudas de las causas que provocaron la crisis, que comenzó con el estallido de la burbuja y no tardó en revelar cómo las arterias del sistema financiero se habían contaminado por la codicia temeraria o directamente fraudulenta de sus capitanes. Billones de dólares en hipotecas de dudosa calidad y alto riesgo de impago se empaquetaron en productos financieros tóxicos que bancos y aseguradoras vendieron alrededor del mundo mientras se endeudaban hasta el paroxismo. Las agencias de calificación, que todavía cobran de las mismas instituciones que evalúan, dieron a esos títulos la máxima calificación. Y a medida que el gas mostaza se repartía por el orbe, unos y otros solo se preocuparon de cobrar sus comisiones.

«Cuando los bancos son meros intermediarios de riesgo, los desplomes en determinados mercados solo les afectan relativamente. Es lo que pasó durante la burbuja tecnológica de finales de los 90, cuando no cayó un solo banco», dice el profesor de la Universidad Americana Arturo Porzecanski, quien trabajó 30 años en Wall Street. «Lo que pasó esta vez es que bancos como Lehman Brothers, Bear Stearns o JP Morgan no solo ejercieron de intermediarios, sino que se quedaron con los productos de riesgo en sus carteras. El cáncer estaba en Wall Street y el paciente casi se muere».

700.000 millones que aún escuecen

La comisión encargada por el Congreso de establecer las causas de la crisis no dejó dudas de lo que había pasado. Apuntó a bancos, aseguradoras y reguladores. Pero lejos de ser penalizados en los remedios de la crisis, todos ellos acabaron en gran medida saliendo beneficiados. Ya fuera en el rescate masivo a la banca, en los estímulos monetarios de la Reserva Federal o en la falta de castigos para los responsables del desaguisado. «Lo que sucedió en el 2008 fue un golpe sin sangre. Lo llamamos crisis financiera, pero en realidad fue la compra del pasivo de EEUU. Washington ocupó Wall Street y Wall Street capturó Washington», escribió el periodista financiero Bob Ivry en su libro 'Los siete pecados de Wall Street'. Como muchos otros críticos de la gestión de la crisis, Ivry denunció una simbiosis casi perfecta entre los dos grandes poderes del país.

Obama aprobó un monumental programa de estímulo keynesiano a principios de su mandato, pero fue la Reserva Federal la que tuvo que tirar del carro después de que el demócrata perdiera el Congreso en el 2010. La Fed bajó a cero los tipos de interés para estimular el crédito y la inversión, pero en una maniobra más controvertida también se dedicó a inyectar dinero en el sistema mediante la compra de bonos del Tesoro y títulos respaldados por hipotecas, esencialmente los activos tóxicos que arrastraban los bancos en sus carteras. «En realidad fue un segundo rescate bancario», dice el economista y regulador Bill Black. «¿Cómo podemos bajar los tipos de interés? Comprando títulos hipotecarios. ¿Quién los tiene? Los bancos. ¿Qué pasa cuando lo hacemos? Sube el valor de esos activos», afirma.

Impunidad

Millones de estadounidenses fueron también corresponsables de la orgía de endeudamiento que desencadenó la crisis. Compraron casas, coches y villas que no podían pagar, símbolos de unos días felices que acabaron enterrados por las malas hierbas. Pero, como muchos siguen recordando, las ayudas para las familias al borde del desahucio se racionaron religiosamente. En los primeros cuatro años de la crisis, la Administración Obama desembolsó unos 10.000 millones de dólares para rescatar a aquellos con una deuda hipotecaria superior al valor de sus viviendas, migajas comparado con la operación de salvamento a Wall Street.

El círculo de prebendas se cerró con la ausencia de condenas penales para los responsables de la crisis. Algo que sí sucedió durante la crisis de los bancos hipotecarios Savings and Loans a finales de los 80. Por entonces se logró la condena de más de un millar de banqueros y unos 800 pasaron por la cárcel. Esta vez la cifra oficial de condenas está en 324, pero son todas de prestamistas y 'brokers' de medio pelo y entidades desconocidas. Ninguno de los titanes de la industria ha sido procesado.

Oportunidad perdida y desregulación

«El Departamento de Justicia de Obama no quiso recomendar procesamientos y optó por las demandas civiles. Fue una decisión deliberada, ni siquiera investigaron cómo se hacían los préstamos, que es donde estaba el fraude», dice Black, quien fue la figura central en la investigación de los Savings and Loans. Al final las entidades financieras han pagado unos 150.000 millones de dólares en multas, según el recuento del 'Financial Times', pero ni siquiera han tenido que reconocer culpabilidad alguna y han visto cómo sus acciones subían cada vez que cerraban un caso civil.

«Fue una oportunidad histórica para prevenir futuros fraudes bancarios con mecanismos efectivos de disuasión, una ocasión para desacreditar ciertas formas y lograr una verdadera reforma», dice Black. Pero no se hizo y, por el camino, el Partido Demócrata perdió una enorme legitimidad frente a su electorado trabajador. Ahora es ya demasiado tarde. Con Trump y su gabinete de multimillonarios ha vuelto el hambre por la desregulación. La historia no hace más que repetirse.