Entre abril y este pasado martes Joe Biden pasó 88 días sin contestar preguntas de la prensa. Una de las escasísimas salidas que ha hecho de la casa en Delaware que se ha convertido en sede central de una campaña confinada por el covid-19 fue la semana pasada al condado de Lancaster, feudo republicano en Pensilvania, donde su discurso sobre el acceso a la sanidad prácticamente no tuvo ningún eco en la prensa. Y esta misma semana ha anunciado que, «por prescripción médica», para él y para el país, no participará en mítines.

No se queda corto el exvicepresidente y virtual candidato del Partido Demócrata cuando dice que esta es «la campaña electoral más inusual en la historia moderna». En su caso se ha impuesto un minimalismo inédito, por la pandemia, pero también como parte de una cuidada estrategia para enfrentarse a Trump. Y, aunque sea de momento, Biden le está sacando el máximo partido en resultados.

La falta de exposición contrasta con su avance en los sondeos. No ha sido óbice para que, en junio, él y el Comité Nacional Demócrata vuelvan por segundo mes consecutivo a superar en recaudación a la de Trump y el Comité Nacional Republicano, 141 millones de dólares frente a 131. Su limitada agenda pública, además, ha reducido los deslices que a menudo salpican sus intervenciones.

Un candidato que no hace tanto era considerado frágil, políticamente en un partido donde puja con fuerza el ala progresista pero también por su estado mental a los 77 años, se refuerza. Trump (que tiene 74 años) y su campaña siguen cuestionando su supuesto declive cognitivo, pero Biden responde con seguridad. «No veo la hora de comparar mi capacidad cognitiva con la del hombre con quien me enfrento», decía el martes a la prensa subrayando, además, que se somete a exámenes «todo el tiempo». El demócrata ha entendido que la carrera se plantea cada vez más como un juicio a Trump, en lo humano y en lo político.