Aprimera vista es un avión confeccionado con una cuartilla de papel, como aquellos con los que juegan los niños. Desde este lado de la alambrada lo lanzan hacia dentro, donde están los braceros, curvados sobre las alcachoferas, las coliflores, las tomateras o los naranjos. El avión cae entre las matas, el bracero sorprendido lo recoge y, si sabe algo de italiano, puede leer el mensaje escrito en su interior: «Os damos vestidos y mantas». Debajo hay otras dos frases, escritas en rumano y en árabe, como si fueran la traducción de la primera, pero dicen otra cosa: «Os ofrecemos también asistencia legal».

La anécdota retrata lo que muchos no quieren ver. Los avioncitos vuelan en Calabria, la región italiana dominada por la Ndrangheta, políticos con frecuencia corruptos y extrañas logias masónicas en las que mafiosos, policías, políticos y agentes infiltrados celebran sus ritos conjuntamente. Condicionando la vida de una región entera, contratas públicas, política, obispos y prensa local incluidos. El juego del avión lo realizan jóvenes voluntarios de Caritas Italiana y del sindicato CGIL, equivalente a CCOO, que han publicado dos informes sobre «los esclavos del tercer milenio». Vidas de bajo coste, lo titula Cáritas, y aborda la situación de unas 100.000 personas de 47 nacionalidades distintas.

El 71% no consta en ningún registro civil, el 70% trabaja sin contrato, la edad media son 34 años, el 87% son varones, el 17% procede de Rumania y Bulgaria, y el 85% ha cursado solo la escuela primaria. La dinámica de sus vidas los convierte en propiedad de los dueños de los campos, incluido el 13% de mujeres que componen el colectivo, que además de recolectar cítricos o verduras deben ofrecer otras prestaciones.

La agricultura italiana no sería lo que es si no fuera por esas 100.000 personas que trabajan en campos vallados e invernaderos cerrados y que viven acampadas en barracas de deshechos metálicos o en las estaciones de tren, garajes y caseríos abandonados, calentándose quemando cartones, comiendo pan seco, pagando entre 200 y 500 euros de peaje para poder empezar a trabajar a dos euros la hora, añadiendo el 10% de la paga para ser transportados a los campos y 120 euros para el alquiler de unas barracas sin lavabos. Proceden principalmente de África, pero también de Rumania y Bulgaria.

Viven sumidos en el silencio y el miedo. Si se rebelan contra las jornadas de 10 o 15 horas, los expulsan. Si acuden a un sindicato, también. Y mucho más si se acercan a un abogado. De ahí la frase de los avioncitos, incomprensible para el dueño de los terrenos: «Ofrecemos asistencia legal».

SIN DOCUMENTACIÓN / El pasado junio mataron a balazos a Soumaila Sacko, que en la llanura de Gioia Tauro se batía por los derechos de los invisibles. Otros negros como él trabajan entre los esclavos por cuenta de los sindicatos. Al indio Singh, de 38 años, lo abandonaron moribundo en la estación de Foggia. La lista es larga. Solo una tercera parte tiene un contrato de trabajo, pero sus documentos de identidad los guarda el patrón. La mayoría de ellos fueron expulsados de centros de acogida, o cuentan con permisos de residencia caducados, o esperan que se les reconozca el derecho a ser considerados como refugiados.

Son contratados a dedo por capataces italianos, a veces marroquís -los braceros más antiguos y de confianza-, que llegan a los campamentos y deciden la suerte de cada uno de los 100.000 invisibles. El sociólogo Marco Omizzolo, responsable científico de la cooperativa In Migrazione, viajó en las furgonetas de los braceros y curvó su espalda como uno más, para estudiar ese sistema laboral.

Todo sucede a la luz del sol y a la vista de todos, afirma el ministro de Agricultura, Gian Marco Centinaio, lamentando que las leyes para impedirlo ya existen, «solo deben ser aplicadas». El fenómeno afecta principalmente a las regiones del sur de Italia, pero ya se ha ampliado hasta las provincias de rico norte. Dice el ministro: «Todos en Latina (al sur de Roma) saben dónde van de madrugada los indios en bicicleta o de qué campos vuelven por la noche los braceros a bordo de furgonetas en la campiña de Foggia (en el sureste). Lo saben todos, lo ven todos, la población, la policía, los políticos».

Según el Observatorio Placido Rizzotto de la Flai CGIL, propiciador de uno de los informes citados, en toda Italia hay 430.000 víctimas de la explotación laboral, 130.000 de ellas en el sector de la agricultura. «Viven en condiciones cercanas a la esclavitud, al servicio de algunos, que a veces son mafiosos», explica el experto. Pero no todos ni siempre: «Con ellos gana también un sistema productivo que no es necesariamente mafioso y también una parte de la política que con la retórica del emigrante igual a descarrilado criminaliza al bracero extranjero y lo obliga a permanecer en la condición de esclavo en la que está».

«En el súper pedimos cada vez mayor calidad a un coste cada vez más bajo, lo que comporta un sistema de producción que rebaja los derechos y los salarios, a la vez que aumenta las horas en los invernaderos. Para pagar 90 céntimos por una lata en el súper, alguien emplea a esclavos», añade el sociólogo.

En el 2011, el camerunés Yvan Sagnet organizó la primera huelga de braceros extranjeros de Italia. Sucedió en la región de Apulia y, por primera vez, la opinión pública descubrió a los invisibles y surgió la ley que equipara a los capataces con los mafiosos. En el 2016 fueron los indios quienes se cruzaron de brazos y la ley contra los capataces se volvió aún más estricta. El pasado verano, tras la muerte de 16 braceros en accidentes de tráfico, a la nueva huelga se sumaron también los italianos.

Menos Alessandro, veterano y brillante reportero, que en una Calabria omertosa era una leyenda porque hablaba claro. Demasiado. En su diario personal, donde anotaba lo que no podía publicar, dejó escrito: «Un joven periodista me ha entregado un reportaje de Goia Tauro, donde el gueto de inmigrados (...), un artículo bellísimo con el que abrimos el diario, porque estábamos indignados; y hemos escrito también un comentario incendiario contra los políticos que lo saben y no mueven un dedo. Pero repensándolo me he dicho: el colega que ha trabajado como un loco, entrando en el gueto y corriendo el riesgo de recibir una lluvia de palos, que ha convencido a unos cuantos inmigrados a denunciar la explotación, dándonos un artículo de primera página, este colega, pagado a cuatro céntimos la línea, ¿no es también él un esclavo o quizá más todavía?». Alessandro acaba de dispararse un tiro en la cabeza.