El futuro inminente de Venezuela se decidirá en sus calles y sus cuarteles, en sus despachos y en los estómagos vacíos de los venezolanos que todavía no han abandonado el país ante la espiral de colapso económico, corrupción flagrante, represión y autoritarismo denunciado por las organizaciones de derechos humanos. Pero una parte sustancial de la historia de las últimas semanas se ha escrito a varias manos entre Washington, Miami, Caracas y otras capitales latinoamericanas. La Casa Blanca está maniobrando abiertamente para derrocar a Maduro.

La estrategia estadounidense ha combinado movimientos diplomáticos para reconocer internacionalmente a Juan Guaidó como única autoridad legítima del país con nuevas sanciones para asfixiar lo poco que queda de la economía bolivariana, medidas que buscan convencer a los militares para que den la espalda a Maduro. Un pulso que en todo momento se ha acompañado de una amenaza latente de intervención militar, una opción que no solo defiende la Casa Blanca. El senador republicano Marco Rubio la invocó hace unos días. Seguía la estela del profesor de Harvard y exministro venezolano, Ricardo Hausmann, quien propuso una intervención de fuerzas regionales lideradas por Estados Unidos para acabar con la «hambruna» venezolana.

Tampoco ha descartado ese escenario Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos, entidad que ha servido históricamente para canalizar los planes de Washington en la región. Pero ha sido el asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, John Bolton, quien esta misma semana dejó a la vista de docenas de periodistas una anotación en su libreta donde se leía: «5.000 tropas a Colombia». Nadie ha aclarado desde entonces si era un farol o no.

Paradójicamente, Donald Trump llegó al poder renegando del intervencionismo y las fallidas cruzadas para imponer la democracia en el exterior, pero ha dejado la política hacia Venezuela en manos de los mismos neocon que las abanderaron. Figuras como Bolton y Rubio, el hombre que ha liderado junto a otros políticos anticastristas de Florida las gestiones para convencer a la Casa Blanca de la necesidad de forzar el cambio de régimen. Al frente del organigrama, Trump ha situado a Elliot Abrams, uno de los arquitectos de la brutal guerra sucia de los años ochenta en Centroamérica y del fallido golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002, según publicó en su día el diario británico The Observer.

La campaña se ha revestido con una retórica no muy distinta a la que precedió a la invasión de Irak. Bolton acuñó en noviembre el concepto de la «troika de la tiranía», similar al del «eje del mal», para meter dentro a Venezuela, Cuba y Nicaragua. Y dejó claro que EE UU seguirá trabajando activamente para hundirlos: «La troika se derrumbará». Desde entonces, no ha tenido reparos en explicar que el cambio en Venezuela, el país con las mayores reservas de crudo del mundo, serviría también para privatizar su industria petrolera y abrirla a los intereses estadounidenses.

La Casa Blanca ya barajó un golpe de Estado en el 2017, según publicó ‘The New York Times’. La opción se abandonó por falta de confianza en sus potenciales socios.

Mientras tanto, la calle, que se prepara para un fin de semana de manifestaciones, se pregunta hasta cuándo durará Maduro. Si es cuestión de días o semanas. El Gobierno, estiman, no podrá sostenerse ante tanta presión internacional.