Cuando el pasado viernes soldados y milicianos leales al presidente sirio, Bashar el Asad, entraron en Murak, el pueblo estaba desierto: absolutamente todos los edificios -si es que alguno queda, a estas horas, aún en pie- estaban vacíos al completo. En Murak no hay ni un alma. Ese día, además, las fuerzas de Asad rodearon y dispararon contra la base militar turca situada a apenas un kilómetro al sur de esta localidad y que alberga a unos 200 soldados, según el Gobierno de Ankara. Una muestra más de la tensión en la zona. Una eventual escaramuza entre turcos y sirios, aunque poco probable, podría complicar aún más el futuro incierto de la guerra civil siria.

Además de Murak, todo el sur de la provincia de Idleb, controlada por fuerzas rebeldes, se ha vaciado en los últimos meses. 500.000 personas han huido de allí hacia el norte desde finales de abril; cerca de 100.000 únicamente esta última semana. Todos, sin excepción, huyen de lo mismo: de los bombardeos constantes y diarios de la aviación de Asad y su principal aliado, Rusia.

«El objetivo siempre es el mismo -dice el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos (OSDH), una organización con informantes en la zona en conflicto-, forzar a los civiles a que se vayan. Lo hacen escuadrones de aviones y helicópteros del régimen y de Rusia, que atacan el área con cientos de bombardeos y barriles bomba, además de morteros y misiles usando tanques y artillería».

Desde el 30 de abril, cuando empezó la ofensiva de Asad para tomar Idleb, han muerto cerca de 1.000 civiles. De ellos 243 son niños y 174 mujeres, según la OSDH. Los objetivos de los bombardeos no son siempre puestos militares de las milicias, sino muchas veces guarderías, escuelas, mezquitas, mercados y hospitales, denuncian varias organizaciones.

En setiembre del 2018 parecía que la situación en Idleb había sido encarrilada después de que el presidente ruso, Vladímir Putin, y el turco, Recep Tayyip Erdogan, firmaran un acuerdo por el que se establecía, a partir de entonces, un alto el fuego en la región, la última bajo control de los opositores a Damasco.

Según el pacto, Rusia se comprometió a no provocar otra crisis de refugiados hacia las fronteras turcas, y Turquía, a cambio, prometió eliminar de allí a Hayat Tahrir al Sham (HTS), una milicia yihadista heredera de Jabhat Al Nusra, filial de Al Qaeda. Los bombardeos sobre Idleb cesarían y Turquía construiría puestos de observación para controlar y pacificar la región.

El acuerdo murió joven: los bombardeos masivos volvieron en abril. Desde entonces caen sobre Idleb cerca de un centenar de bombas diarias. En la región viven 3,5 millones de personas; la mitad de las cuales son desplazados procedentes de otros lugares de Siria que huyeron de la política de tierra quemada de Asad y Rusia. Asad ha prometido que no parará hasta que no tenga todo el país bajo su control.

Tampoco Turquía cumplió con el acuerdo. Desde su firma, la milicia yihadista ha pasado de controlar el 40% de Idleb a dominarla por completo.

«El memorándum ha sido torpedeado por el régimen de Asad y por los extremistas de Hayat Tahrir al Sham», considera Ömer Özkizilcik, experto en seguridad y miembro del think tank turco SETA, cercano a las posiciones del Gobierno de Erdogan. «Asad bombardea deliberadamente Idleb para evitar que haya un alto el fuego real y conquistar la región por entero».

Pero Asad no lo tendrá tan fácil. Si logra controlar Idleb, como se prevé, faltarán dos regiones aún en manos de los rebeldes. La primera se encuentra en el este, donde las milicias kurdas, apoyadas por EEUU, han establecido un pseudopaís independiente. Damasco y estas milicias, las YPG, negocian para reunificarse en un futuro.

La otra región será más difícil. Turquía, junto a varias milicias opositoras, controla con su propio Ejército tres provincias fronterizas: Azaz, Jarabulus y Afrín, que las fuerzas de Asad nunca se han atrevido a tocar.