El día de junio de 2015 en que anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos Donald Trump declaró: “He observado a los políticos. He negociado con ellos toda mi vida. Si no puedes hacer un buen acuerdo con un político, entonces hay algo mal contigo. Ciertamente no eres muy bueno”. Este viernes, 64 días después de llegar al Despacho Oval, tras un estrepitoso fracaso en su primera gran medida legislativa, esas arrogantes palabras se vuelven en su contra.

Trump no ha conseguido unir a los representantes de su propio partido para que echaran a rodar en el Congreso la propuesta de ley con la que se pretende revocar y reemplazar la reforma sanitaria de Barack Obama, la iniciativa que los republicanos han demonizado desde que entró en vigor hace ahora siete años y que por fin podían atacar al contar con el control de las dos cámaras y de la Casa Blanca. Sus supuestas dotes como artista de la negociación, que dieron título a uno de sus libros cuando era magnate inmobiliario, se han evaporado ante las complejidades e las realidades políticas de Washington, y también, sobre todo, de las distintas alas que componen el partido republicano. Y tras varios días de esfuerzos tan frenéticos como infructuosos, se ha visto obligado a pedir en el último momento a Paul Ryan, el speakerde la Cámara Baja, que suspendiera una votación prevista sobre la iniciativa legislativa.

A Trump no le han servido de nada tácticas que han incluído presiones y un órdago que quizá sea útil en sus casinos pero que no ha impresionado ni a los congresistas más ultraconservadores ni a los más moderados. Y aunque finalmente ha perdido ese ultimatum, ha instado a Ryan a suspender la votación y ha evitado la humillación total de perderla, lo sucedido no solo representa el más duro golpe de su joven presidencia, más que simbólico, sino que pone en cuestión su capacidad para trabajar en el futuro con los republicanos en el Congreso para sacar adelante otras prioridades de su agenda.