El esqueleto de una probable adolescente y otros huesos hallados debajo del pavimento de un edificio en Roma ha resucitado lo que en los años 80 fue un intríngulis internacional de aúpa, con verdades, mentiras y falsas pistas. Dan Brown se quedó corto. Los esqueletos han sido descubiertos en lo que fue la vivienda del portero de la nunciatura o embajada de la Santa Sede ante Italia. Una villa regalada al papa Juan XXIII.

Después de una sonora bronca del portero de la nunciatura a su esposa, esta desapareció. Eran las mismas semanas de 1983 en las que también desaparecieron Emanuela Orlandi, de 15 años, y Mirella Gregori, de la misma edad. Entre ellas no se conocían. La segunda era hija del propietario de un bar; la primera, de un funcionario del Vaticano. El interés policial, judicial y mediático apunta a Orlandi, porque su desaparición fue investigada como posible chantaje al Vaticano. ¿De quién y por qué?

En estos 35 años, dos investigaciones judiciales sobre el caso fueron cerradas (en 1997 y en el 2016) por falta de pruebas. Pero el hallazgo de los esqueletos el pasado viernes ha reabierto un nuevo sumario por homicidio. Aunque nadie ha explicado por qué, antes aún de realizar cualquier análisis forense, desde los primeros minutos se asoció el esqueleto a los restos de Orlandi.

Emanuela Orlandi desapareció el 22 de junio de 1983 al salir de una clase de música. Tocaba la flauta, un instrumento que tiempo después sería devuelto anónimamente a la familia. Aquel día un señor vestido de clérigo, llamado Renatino De Pedis, jefe de la banda criminal de la Magliana, esperaba dentro de un vehículo para «acompañarla» a su casa dentro del Vaticano, adonde nunca llegó. «Detrás de esta historia hay una verdad tan pesada e incómoda que se tiende a no dejarla aflorar», diría años después Pietro, hermano de Emanuela.

La escuela de música formaba parte del complejo de Sant’Apollinare, al lado de Piazza Navona, en pleno centro de la capital italiana. La hermana Dolores, que la dirigía, avisaba siempre a las chicas de que se mantuvieran alejadas del rector, Pietro Vergari. Es el mismo que aceptaría en su iglesia la tumba de Renatino De Pedis tras ser asesinado en un ajuste de cuentas.

Si los huesos hallados en la Nunciatura resultan de Emanuela, la familia Orlandi y la opinión pública seguirá preguntándose por qué el Vaticano abrió una línea telefónica secreta dedicada a los supuestos secuestradores, a la que llamó numerosas veces un hombre apodado el americano, por su acento. O quién envió a la madre de Emanuela una carta anónima en la que se describía cómo se sacó el cadáver de «una chica joven» del interior de Sant’Apollinare. O qué papel jugaba una cinta grabada con la voz de la joven en el trasfondo, mientras alguien proponía un intercambio entre la chica y Ali Agca, el turco que disparó al Papa.

Son algunas de las respuestas sin resolver. Quizá el análisis de estos huesos pueda empezar a responder 35 años después de las desapariciones.