El trabajo por un mundo «mejor organizado y más pacífico» perdió ayer a uno de sus adalides: Kofi Annan. El ghanés murió tras una breve enfermedad de la que no se han dado detalles de un hombre que recibió en el 2001 conjuntamente con la organización con el premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos por buscar ese mundo mejor ha provocado un torrente global de alabanzas a la persona y también a un legado no exento de complejidades pero donde los claros superan los oscuros.

Annan, también el primer secretario general de la ONU que salía de las propias filas de la organización, fue una fuerza transformadora y una decidida voz que abogaba por lidiar internacionalmente con crecientes «problemas sin fronteras», ya sea la guerra, el terrorismo, el sida, los refugiados, las migraciones económicas, la pobreza extrema o la degradación medioambiental. Como tuiteó su familia al comunicar el fallecimiento: «Fue un hombre de Estado global».

Autodeclarado «testarudo optimista», pragmático a la vez que comprometido, tan sutil y elegante como determinado, revitalizó instituciones con lo que llamó «nueva norma de intervención humanitaria». Fue consciente de que en los libros de historia su nombre aparecería vinculado a catastróficos fallos ante los crímenes genocidas de Ruanda y la antigua Yugoslavia, pero también lo hace la valentía política que mostró en otros momentos, como al denunciar la guerra de Irak como «ilegal».

Y cuando se despidió del cargo, en un mundo transformado por los atentados del 11-S y esa guerra, se saltó los protocolos para condenar la ideología neoconservadora y a la Administración de George Bush por cometer abusos de los derechos humanos en nombre del combate contra el terrorismo. «Cuando se usa el poder, especialmente la fuerza militar, el mundo solo lo considerará legítimo cuando esté convencido de que se usa para el propósito adecuado, para metas ampliamente compartidas de acuerdo a normas ampliamente aceptadas», dijo en su discurso de despedida.

Toda la vida en la ONU

Nacido en Kumasi el 8 de abril de 1938 en el seno de una familia acomodada con raíces en la jefatura tradicional de los fanti, con una hermana gemela y otras dos mayores, Annan se graduó en la universidad en Ghana antes de estudiar dos años en EEUU y luego en Ginebra, donde entró en 1962 con un puesto administrativo en la Organización Mundial de la Salud. A partir de ahí fue escalando en la compleja estructura de la ONU: trabajó seis años en Etiopía en la Comisión Económica de la ONU para África, luego en Nueva York, en Egipto en su primer contacto con operaciones de paz y en Ginebra con los refugiados.

Fue en los años 90 cuando llegó a ser subsecretario encargado de misiones de paz, y donde vivió algunos de los momentos más difíciles de su carrera diplomática.

Justo cuando había conseguido que hubiera un nuevo apetito para la intervención humanitaria, el asesinato de 18 soldados estadounidenses en Somalia hizo que Washington retirara sus tropas y la misión de la ONU se derrumbara. Y en parte ese legado explica la tragedia aún mayor que sucedería en Ruanda, cuando se desoyeron peticiones del jefe de los cascos azules sobre el terreno, Romeo Dallaire, y la falta de acción de la ONU contribuyó en 1994 a un genocidio que dejó 800.000 muertos.

Años después, en 1999, cuando ya era secretario general y ordenó un informe de lo sucedido que fue duramente crítico con su gestión, Annan dijo: «Todos debemos lamentar amargamente que no hicimos más para prevenirlo. En nombre de Naciones Unidas admito este fallo y expreso mi profundo remordimiento». Lo mismo pasó en Bosnia en 1995, cuando las supuestas zonas seguras bajo la protección de la ONU se demostraron, en Srebrenica, una ilusión. También su gestión fue criticada y asumió públicamente errores, aunque Samantha Power, que fue embajadora de EEUU ante la ONU, escribió en el 2008 que Annan sentía «que los mismos países que dieron la espalda a ruandeses y bosnios le estaban haciendo cabeza de turco».

Y aunque siempre defendió la decisión de aprobar los bombardeos de la OTAN en 1999 que forzaron a Serbia a sentarse en la mesa acuerdos de paz de Dayton, abogó siempre por restaurar el Consejo de Seguridad de la ONU como fuente única de legitimidad. Dijo que, hasta que eso no sucediera, el mundo estaría «en un peligroso camino a la anarquía».

Sus críticas a la guerra de Irak no solo le enfrentaron con EEUU, sino que lo convirtieron en diana. Y no pudo evitar verse salpicado por el escándalo que se desveló con el programa de petróleo por alimentos, con el que Sadam Hussein se enriqueció y por el que el Annan fue acusado de mala gestión.

Lo peor para él fue que se reveló que su hijo Kojo, que trabajó en 1998 para una compañía suiza que logró uno de los contratos del programa, había seguido cobrando cinco años más. Tras dejar la ONU, Annan, que en 1984 se casó en segundas nupcias con la abogada sueca Nane Lagergen, estableció una fundación con su nombre y siguió también su trabajo humanitario con The Elders, un grupo independiente de líderes globales fundado por Nelson Mandela. En el 2012 volvió brevemente a la ONU como enviado especial de su sucesor, Ban Ki-Moon, para Siria, pero tiró la toalla en agosto del 2012 ante la imposibilidad de llegar a ningún acuerdo, cargando contra la comunidad internacional y, en concreto, contra el Consejo de Seguridad.

El actual secretario general de la ONU, Antonio Guterres, aseguró ayer que Annan fue una «fuerza para el bien» que «dio a gente en todos los sitios un espacio para el diálogo, un lugar para la resolución de problemas y un camino para un mundo mejor». El expresidente de EEUU Barack Obama destacó su «integridad, persistencia, optimismo y sentido de nuestra humanidad común»; el presidente ruso, Vladímir Putin, aplaudió su «sabiduría y coraje» y el español, Pedro Sánchez, se comprometió con el legado de «un gran humanista».