El pasado mes de mayo Donald Trump se quitó de encima al general H. R. McMaster, el hombre que había servido hasta entonces como asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca. Estudioso de la historia y veterano de Irak y Afganistán, McMaster entroncaba con las posiciones clásicas del establishment republicano: duro con Rusia, receloso de Irán y partidario de mantener la presencia militar en Afganistán. Pero Trump nunca lo tragó. No le gustaban sus trajes, no soportaba sus detallados informes ni la tendencia del general a defender sus propias ideas. Decidió reemplazarlo por John Bolton, un cambio que, según The ‘New York Times’, sirvió para configurar “el equipo de política exterior más radicalmente agresivo de la memoria reciente”.

Seguramente el ‘Times’ exageraba, porque es difícil superar a la bandada de halcones que invadieron Irak y Afganistán bajo la presidencia de George W. Bush. Bolton fue parte de aquel escuadrón de neoconservadores que hizo añicos Oriente Próximo y la historia parecía haberlo enterrado. No era más que un excéntrico agitador geopolítico en los programas de Fox News cuando Trump decidió recuperarlo para dar empaque a su política exterior, una incongruente coctelera con la que se ha alejado del multilateralismo, ha dilapidado las alianzas con Occidente y alentando a los dictadores.

Ya en la Casa Blanca, Bolton ha liderado la campaña para que Trump rompiera el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio firmado con Rusia, según la prensa estadounidense. Ambos países llevaban años acusándose recíprocamente de violar el tratado, pero ninguno se había atrevido hasta ahora a enterrarlo.

POMPEO Y TILLERSON

En al actual organigrama de la Administración, Bolton es su figura más beligerante. Defiende el uso de la fuerza para provocar un cambio de régimen en Irán y, antes de aceptar el cargo, dijo que bombardear Corea del Norte con armas nucleares sería “legítimo”. Pero no siempre coincide con su jefe. Es partidario de una OTAN fuerte para frenar las veleidades rusas en Europa y ha definido la injerencia de Moscú en las elecciones estadounidenses como “un acto de guerra”. No está solo a la hora de promover una postura más agresiva hacia Rusia, en contra de las maniobras de acercamiento del presidente.

También la defiende el secretario de Estado, Mike Pompeo, otro de los miembros del ala dura en política exterior, quien sustituyó en marzo al moderado Rex Tillerson. El exjefe de la CIA ha denunciado la intervención del Kremlin en Ucrania y ha esgrimido que Rusia “es un peligro para nuestro país”. En líneas generales esa misma actitud impregna todos los estamentos de la Administración, donde no se entiende el extraño cortejo que Trump mantiene con Vladimir Putin. Hace solo unos meses, el informe sobre la postura nuclear instó a la Casa Blanca a acelerar la modernización del arsenal y desarrollar nuevas capacidades ante lo que describía como un agresivo programa ruso para superar a EE UU.

PERRO LOCO

Como principal contrapeso a los halcones, un grupo del que también formaba parte la embajadora ante la ONU, Nikki Haley, que abandonó el cargo este mismo mes, queda el secretario de Defensa, James Mattis. Sus compañeros en el Ejército lo apodaron ‘perro loco’, pero desde que llegó a la Casa Blanca se ha dedicado a frenar algunos de los impulsos más temerarios de Trump, como sus planes para matar al sirio Bashar Al Asad o para retirar a los 30.000 militares estadounidenses de Corea del Sur.

Pero no todo es blanco y negro. Las fuerzas que moldean la política exterior operan en un equilibrio complejo. Los mismos funcionarios que a veces refuerzan los instintos más agresivos de Trump, en otras ocasiones frenan sus maniobras de apaciguamiento, sea hacia Putin o hacia Kim Jong Un. “Hay una clara disonancia entre lo que el presidente dice y la Administración hace y tantos nuestros rivales como nuestros aliados han tomado nota”, dijo hace unos meses Vali Nasr, uno de los analistas más influyentes en Washington.