China sale del coronavirus como heroína y villana, tan vacilante y oscurantista en sus primeras semanas como contundente después. La primera en sufrirlo y en expulsarlo, mostró las cuarentenas como solución y ha sofocado los esporádicos rebrotes con recetas que pecan más por exceso. La dejación de funciones estadounidense ha empujado al centro del escenario a China: ha regado de material sanitario a un mundo aterrorizado ante la llegada del virus, enviado personal médico y condonado deudas a países en desarrollo e inyectado fondos a la Organización Mundial de la Salud tras la espantada de Donald Trump.

Su eficacia ha apuntalado la egregia figura del presidente Xi Jinping, más por deméritos ajenos que por méritos propios. Los chinos, tras meses de estricto encierro, observaron con estupefacción las irresponsables dilaciones globales.

El horizonte internacional que deja la pandemia en China es sombrío. Pekín ha interiorizado que, gane Trump o Biden en noviembre, le esperan años de hostilidad, sin paz a la vista en la guerra comercial y con interferencias en asuntos que considera internos como Taiwán, Hong Kong o Xinjiang.

Y una economía mundial devastada es la peor noticia para un país que aún no ha virado su patrón de las exportaciones al autoconsumo. El cuadro exige todos los esfuerzos de Pekín -objeto de un nuevo rebrote del coronavirus-, más preocupada por su patio interior que por liderar el mundo.