Han hecho falta cuatro años, seis meses y 17 días desde que se oficializó su nacimiento para que llegue su esperado final. Llevaba años de vida, pero no dio el gran salto hasta que su líder, Abu Bakr al Bagdadi, se subió al balcón de una mezquita de Mosul, la segunda ciudad de Irak, para declararse califa y llamar a todos los musulmanes del mundo a acudir al paraíso terrenal: el autoproclamado Estado Islámico (EI), un amplio territorio entre Siria e Irak.

Nació con pompa, palabras grandilocuentes y en una ciudad milenaria. Muere, sin embargo, en un campo de tiendas de campaña improvisadas entre el polvo del este de Siria; sus miembros, arrinconados y acorralados en un territorio final de medio kilómetro cuadrado donde, a la desesperada, están usando a 2.000 civiles como rehenes y escudos humanos para retrasar lo inevitable: que las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), lideradas por las milicias kurdas, y la aviación estadounidense les borren del mapa.

En las próximas horas, Estado Islámico será derrotado. «Estamos intentando evacuar a todos los civiles. Si lo conseguimos, en cualquier momento tomaremos la decisión de atacar a los terroristas u obligarlos a rendirse», dijo el portavoz de las FDS, Mustafá Bali.

Todo esto, sin embargo, no significa que el grupo haya muerto. Significa, sí, que el Estado Islámico ha perdido la condición que, hasta ahora, lo había hecho especial; diferente a todos los demás grupos yihadistas que hay en el mundo: el EI tenía territorio, policía, basureros, sistema sanitario, judicial y educativo. Moneda, código civil y penal y gobernaciones y legislaciones propias. Ya no.

Aunque se anuncie su derrota, el grupo sigue vivo. Varios miles han escapado en los últimos años de sus territorios y se han repartido por toda Siria e Irak, donde casi a diario lanzan ataques. «Todo esto forma parte de una estrategia planteada desde hace años -explica el analista y experto en seguridad Nicholas Heras-. Vuelven a sus raíces, a lo que hacían antes de crear un Estado. Vuelven a las acciones de Al Qaeda». Atentados, secuestros esporádicos y extorsiones a la población.

A Al Bagdadi y los suyos todo les fue bien hasta el 2017. Ese verano, los yihadistas perdieron Mosul. Tras su liberación, la guerra se aceleró. Irak empujaba al EI hacia la frontera con Siria y, ahí, el régimen de Bashar al Asad y las FDS llevaban a los yihadistas al este. Cercados, los miembros del EI quedaron confinados en la frontera entre Irak y Siria. Allí, sus líderes aguantaron más de un año. La presión en las últimas semanas se ha precipitado tanto que los últimos miembros del EI quedaron atrapados en un campo al sur del pueblo de Baghuz. Allí, los yihadistas han intentado negociar una escapatoria, pero los kurdos aseguran no habérselo permitido.

La ofensiva final se ha frenado por la presencia de civiles en un territorio tan pequeño. Los 200 yihadistas restantes en Baghuz los han usado para retrasar lo que ya parece inevitable: que el Estado Islámico, como grupo que controla un territorio, está terminado. Pero no los problemas: en las prisiones kurdas hay unos 4.000 yihadistas encarcelados; unos 900 de ellos extranjeros que llegaron a Siria para matar y dejarse morir por el califato. Muchos de ellos son europeos, y sus gobiernos no se deciden a repatriarlos. Si son abandonados en Siria, avisan las milicias kurdas, y la guerra se recrudece, podrían escapar: relanzar el Estado Islámico de nuevo.