Polémico, lenguaraz y poco ortodoxo, el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, cumple hoy dos años en el cargo empeñado en librar una batalla contra el crimen y las drogas, con un resultado de más de 4.200 sospechosos muertos en redadas de la Policía y otros 23.500 homicidios sin resolver. Para atajar el baile de cifras de la campaña, las principales universidades de Manila lanzaron esta semana «El archivo contra la droga», que ha recopilado y unificado todos los datos disponibles de las agencias oficiales implicadas en la guerra antinarcóticos, informa Efe.

Además de las 4.279 muertes en redadas policiales, el estudio revela que entre el 1 de julio de 2016 -el día siguiente de que Duterte jurara como presidente- y el 11 de junio de 2018, hay 23.518 homicidios sin resolver, la mayoría de ellos amparados en la atmósfera de impunidad de la campaña impulsada por el mandatario. Esto significa que una treintena de personas han muerto cada día desde que Duterte llegó al poder, aunque el impacto brutal de la campaña se ha mitigado durante el segundo año de mandato.

«Más allá de los números, el verdadero problema ahora es la falta de justicia. De manera sistemática, el gobierno de Duterte ha frustrado todos los intentos de crear un mecanismo de rendición de cuentas por esas muertes», afirmó a Efe el representante de Human Rights Watch (HRW) en Filipinas, Carlos Conde. Según este experto, la guerra antidroga ha rebajado la intensidad en el último año debido al «clamor internacional» que desató la campaña y la amenaza de la Corte Penal Internacional de iniciar una investigación preliminar.

Dentro del país, la Comisión Nacional de Derechos Humanos -institución creada por la Constitución de 1987 para investigar los abusos de actores estatales- ha abierto pesquisas de momento solo sobre 1.345 de estas «ejecuciones extrajudiciales», entre la falta de medios y la nula cooperación de la Policía y el Gobierno.

MIEDO A LAS REPRESALIAS / La investigación de estos casos también se ve entorpecida por la escasa implicación de las familias de las víctimas por miedo a represalias ante el clima de terror en la guerra antidroga, según han denunciado desde la comisión.

La campaña se ha ensañado con los barrios más pobres de Manila, donde es habitual el consumo de shabú, una metanfetamina destructiva, pero muy barata y accesible que les ayuda a evadirse de su cruda realidad o aguantar despiertos jornadas maratonianas de trabajo.

«Se está combatiendo la pobreza matando a los pobres», lamentó Carlos Conde, quien advirtió de que el perfil del adicto en Filipinas es muy distinto al de otros países, por lo que hay que tratar el asunto como un fenómeno derivado de la extrema pobreza, que afecta a unos 22 millones de personas en el país o más del 20% de la población.