Aparentemente son como el agua y el aceite, mundos aparte y antagonistas, pero al analizarlos detenidamente el terrorismo racista de los supremacistas blancos y el terrorismo yihadista de los islamistas radicales comparten mucho más que el asesinato indiscriminado de civiles en nombre de una ideología. Tanto en la metodología como en su interpretación de la realidad, cada vez más evidente para las fuerzas de seguridad y los expertos. Los dos albergan una visión apocalíptica del presente; utilizan internet para reclutar a sus cuadros y propagar sus ideas, o se ven a sí mismos como mártires dispuestos a sacrificarse por una causa para que otros emulen su ejemplo. El paraíso de unos es la «santidad» de los otros. El califato islámico de los primeros es el estado etnocéntrico y cristiano de los segundos.

Ambos polos se consideran inmersos en una suerte de choque de civilizaciones que reclama acciones violentas y urgentes para salvar a su especie en la gran batalla que se avecina. Los nacionalistas blancos creen que su raza está siendo relegada por la llegada de inmigrantes, los matrimonios interétnicos y los cambios demográficos.

En su propaganda o en los manifiestos de sus terroristas, hablan de «genocidio blanco» o del «gran reemplazo», acuñado a principios de la pasada década por el francés Renaud Camus y ya esbozado en El desembarco, la novela distópica del también francés Jean Raspail, que describe la destrucción de la civilización occidental por obra y gracia de la llegada de inmigrantes del mundo pobre. En el yihadismo, la obsesión pasa por liberar de «infieles» tierras musulmanas.

Unos llaman a la «guerra santa», los otros a la «guerra racial» y utilizan internet para airear su propaganda y reclutar adeptos, generalmente entre la juventud más marginada, furiosa y desorientada. Los yihadistas prefieren comunicarse por chats como Telegram; los supremacistas, a través de 8chan o Gab, según los expertos. Los primeros tienen una estructura más organizada, con líderes conocidos como Al Bagdadi o los difuntos Bin Laden o Zarkawi. Los segundos son más una hiedra sin cabeza, a medida que grupos como el Ku Kux Klan o las Naciones Arias perdían su relevancia. Cada vez más sus acciones son perpetradas por lobos solitarios, radicalizados en la sombra y con vínculos difusos en otras organizaciones.

La gran diferencia es el tratamiento que reciben de las fuerzas de seguridad y los medios. Cuando un musulmán se inmola, se le cuelga la etiqueta de terrorista y se le vincula al Estado Islámico o Al Qaeda. Cuando es un chaval blanco y cristiano el que comete la masacre, impera la pausa y se le describe como un perturbado.