Los últimos 10 días, desde que Donald Trump empezó a poner sobre la mesa la posibilidad de reabrir la guerra comercial con China, han sido para el mundo y las bolsas una montaña rusa de incertidumbres. Los vaivenes se calmaron algo el viernes, después de que Pekín y Washington reanudaran conversaciones de alto nivel y lanzaran mensajes optimistas sobre el estado y el futuro de la «fase uno» del acuerdo pactado entre los dos países en enero, incluso en medio de tensiones exacerbadas y economías golpeadas por el coronavirus. Las aguas, no obstante, siguen revueltas. Y el viernes, el propio Trump recordaba que está atravesando «un momento muy difícil con China» y todavía está «indeciso» sobre el futuro de la relación comercial.

El dilema de Trump tiene elementos económicos, pero también, de forma fundamental, políticos, especialmente a menos de seis meses de los comicios en que busca la reelección. La intensa campaña para señalar las responsabilidades y errores de China en la propagación del virus trata claramente de desviar los focos de sus propios problemas de gestión y respuesta a la crisis sanitaria. También aprovecha la creciente visión negativa de China que, según un sondeo de Pew, se ha disparado desde el 47% y ahora tienen dos de cada tres estadounidenses.

Trump ha afirmado varias veces que esa responsabilidad china en la pandemia «supera» las consideraciones económicas incluso de un acuerdo que presentaba como uno de sus mayores logros a los electores. Un pacto por el que China se comprometió a incrementar en 200.000 millones de dólares en dos años sus compras a EEUU respecto a los totales del 2017, mientras Washington mantenía los aranceles en 370.000 millones de productos chinos.

Los problemas para cumplir esos compromisos de China, que por una combinación de la caída de la demanda interna y la golpeada economía ha adquirido entre enero y abril a Estados Unidos un 5,9% menos que el año pasado, cuando las compras estaban por debajo de las del 2017, abren la puerta a la ruptura del acuerdo. Y Trump ha prometido informar en una semana o dos del estado del pacto.

Su visión es que está librando «una partida de ajedrez o póquer» con China. En ese juego, de momento está frenando propuestas de los mayores halcones de su Administración y en el Congreso, que le plantean medidas agresivas de castigo a Pekín, desde una retirada de inmunidad soberana (que permitiría demandas) hasta incumplir los pagos de deuda (China tiene 1,1 billones en bonos del Tesoro). Una idea descabellada y de consecuencias devastadoras para los propios EEUU que incluso Trump descarta. Sí avanza el impulso para tratar de reducir la dependencia de China en las cadenas de abastecimiento, iniciativa en la que se lleva trabajando años, pero que ahora se intenta mover «a toda máquina». Pero esa idea es un proyecto a largo plazo.

Lo que Trump se guarda en la manga inmediata es el as de los aranceles. Pero sabe que es una carta envenenada. Ahora parte de la vulnerabilidad. Los aranceles, además, no castigan directamente a China y el mundo empresarial estadounidense le reclama que retire incluso los que ya se encuentran en vigor.