Timisoara, Rumanía, mediados de marzo. Dos jóvenes de 33 años conversan en la céntrica plaza Unirii. «Las cosas en el país están comenzando a cambiar gracias a la Dirección Nacional Anticorrupción (DNA o Fiscalía Anticorrupción)», dice una de ellas, Casandra Holotescu. Este organismo llevó en el 2017 a un millar de personas ante los tribunales. Entre ellas había tres ministros, cinco diputados, un senador y dos secretarios de Estado. «Sentimos que ahora hay más esperanza», señala a su lado Dana Lazar. «Entrar en la UE [2007] nos ha ayudado. Somos la primera generación que se ha ido de Erasmus y que ha visto mundo», añade.

Si algo ha marcado el último año en Rumanía (el segundo país más pobre de la UE) son las manifestaciones contra la corrupción, las más importantes desde la revolución de 1989 que acabó con 43 años de dictadura comunista. En febrero del 2017, una polémica ley aprobada por el Partido Socialdemócrata que despenalizaba ciertos casos de corrupción sacó a las calles de las principales ciudades rumanas (Bucarest, Cluj, Timisoara, Sibiu) a cientos de miles de rumanos. La presión fue tal que el Gobierno retiró la medida. Pero para entonces ya había nacido #Rezistenta, un movimiento cívico que lucha contra la corrupción y que cuenta con un canal de televisión online, Rezistenta TV.

La última gran manifestación en Rumanía fue en enero, cuando unos 50.000 ciudadanos salieron a las calles de Bucarest para protestar contra la reforma de la justicia del Gobierno, que fue aprobada por el Parlamento, pero que aún debe ser ratificada por el presidente Klaus Iohannis. Esta reforma ha recibido críticas de la UE y EEUU. Sus detractores afirman que socava la independencia judicial.

LOS NUEVOS INDIGNADOS / La corrupción canaliza hoy en Rumanía un descontento popular en el que las generaciones más jóvenes, movilizadas a través de las redes sociales, piden paso. Son los nuevos indignados rumanos, aunque el carácter de sus revueltas es «proUE, proOTAN y proOccidente», y en absoluto «anticapitalista», matiza Marius Stan, director de investigación del Centro Hannah Arendt de la Universidad de Bucarest.

«Tenemos a personas muriendo en los hospitales por culpa de desinfectantes de baja calidad», denuncia Florin-Alexandru Badita, fundador de Coruptia ucide (La corrupción mata), organización creada en el 2015 y, actualmente, principal impulsora de las manifestaciones. Aquel año, 65 personas murieron a causa de un incendio en la discoteca Colectiv de Bucarest. El club, que no respetaba el aforo ni tenía las salidas de emergencias necesarias, funcionaba gracias a sobornos. Muchos supervivientes fallecieron después en los hospitales públicos porque contrajeron infecciones: el proveedor número uno de desinfectantes, Hexi Pharma, había alterado recetas y diluido sustancias. El Gobierno tuvo que dimitir.

Aquel incendio está marcado en la mente y el corazón de quienes se movilizan contra la reforma de la justicia. La reforma permitiría al Gobierno intervenir en el trabajo de jueces y fiscales y daría a los fiscales superiores potestad para cesar investigaciones si las consideran ilegales. «Esta reforma ha sido aprobada en procedimientos de emergencia, sin transparencia y sin consulta pública real», critica Raluca Paraschiv, miembro de #Rezistenta. La reforma plantea el cese de la fiscal jefa de Anticorrupción, Laura Codruta Kövesi, a quien el PSD acusa de «dañar la imagen del país» fuera. Las protestas, por el contrario, apoyan a Codruta.

La oenegé Funky Citizens se creó en el 2012 y trabaja por la transparencia en la judicatura y en la administración pública. Según Cosmin Pojoranu, miembro de la entidad, los sectores más vulnerables son la salud, la infraestructuras y los fondos de la UE. «Pero hay otras infracciones que aparecen de vez en cuando. Negar el derecho a voto, como sucedió en el 2014 [el Gobierno dificultó el voto de la diáspora rumana], es un buen ejemplo», dice Pojoranu, quien cree que la cultura de las protestas en el país ha madurado.