No hace falta haber visto La conjura contra América, la miniserie de HBO basada en la novela homónima de Phillip Roth, para imaginarse lo que podría suceder si el fascismo se implantara en Estados Unidos. En su capital se han visto esta misma semana imágenes tan distópicas como las que Roth cocinó en su thriller político. Ninguna tan inquietante como la del Memorial Lincoln tomado por la Guardia Nacional.

Como si fueran una armada invasora, el martes se parapetaron frente al monumento con sus armaduras y trajes de camuflaje para prevenir actos de vandalismo, como las pintadas de la víspera en sus pedestales. Pero lo que hizo tan ominosa la imagen es su simbolismo: la ocupación militar del monumento por excelencia a la reconciliación racial, la misma que reclaman estos días cientos de miles de estadounidenses.

No está claro si la orden para tomar las mismas escaleras en las que Martin Luther King soñó con un país diferente partió de las autoridades locales o del secretario del Ejército, subordinado a la Casa Blanca. Pero la crisis de las últimas dos semanas ha puesto más que nunca de manifiesto el autoritarismo de Donald Trump, un presidente que lleva casi cuatro años tratando de deslegitimar los pilares de la democracia estadounidense. Desde la judicatura a la prensa, pasando por la integridad del proceso electoral. Recientemente, insistió en que la expansión del voto por correo, a la que están recurriendo los estados para circunvalar los riesgos del coronavirus en las elecciones de noviembre, conducirá a un «fraude masivo».

Repetir la cantinela

Una idea que lleva promoviendo desde el 2016, cuando dijo que al menos tres millones de personas -la ventaja que le sacó Hillary Clinton en el voto popular- habían votado ilegalmente. La comisión que creó después para investigarlo tuvo que desbandarse por falta de resultados. Pero la cantinela ha dado sus frutos. Antes de que Trump llegara al poder, el 60% de los estadounidenses pensaba que sus elecciones estaban libres de fraude, un porcentaje que ha bajado hasta el 45%, según datos del Bright Line Watch.

«¿Es Trump un fascista?», se preguntaba esta semana The Washington Post en un artículo de opinión. No es el único que lo ha hecho desde que el lunes amenazara con desplegar a «miles y miles de militares fuertemente armados» para aplastar las protestas, minutos antes de dar la orden de dispersar con gases lacrimógenos y policía montada una manifestación pacífica frente a la Casa Blanca para cruzar la calle y posar con una Biblia frente a la iglesia de San Juan.

«El discurso fascista que Trump acaba de dar linda con una declaración de guerra contra la ciudadanía estadounidense», dijo el senador demócrata, Ron Wyden. «Estas no son las palabras de un presidente, son las palabras de un dictador», afirmó su correligionaria Kamala Harris. Hasta ahora no se ha atrevido a cumplir con la amenaza, entre otras cosas por la oposición airada de sus generales. «Esto podría ser el principio del fin del experimento americano», ha dicho el excomandante de la coalición contra el Estado Islámico, John Allen.

En una llamada a los gobernadores les pidió que «dominen» las protestas con el uso masivo de la fuerza e impongan largas sentencias de cárcel a los violentos «si no quieren parecer unos gilipollas». El viernes compartió una carta en Twitter de uno de sus abogados que define a los manifestantes pacíficos atacados el lunes como una panda de impostores. «Estos son terroristas que utilizan a los estudiantes vagos y llenos de odio para quemar y destruir», dice la misiva.

Demagogia y xenofobia

Trump no es un ideólogo, de modo que cualquier adscripción al fascismo tiene que hacerse por alusiones. Pero, como sus mejores representantes, es un demagogo recalcitrante, que promueve la xenofobia más cruda hacia los inmigrantes, no tolera la crítica, demoniza a sus rivales políticos y utiliza el divide y vencerás para avanzar en sus intereses políticos. También cumple con el culto a la personalidad, el militarismo y la exaltación de la patria, pero hasta ahora el sistema estadounidense ha demostrado ser más fuerte que él. «Los fascistas destruyen la democracia desde dentro y hasta ahora Trump solo ha logrado pervertirla», le ha dicho al Post Federico Finchelstein, un historiador del fascismo. «No ha conseguido acabar con ella, aunque sigue intentándolo».

Lo que sí ha logrado el presidente de EEUU es situarse por encima de la ley. Ha mantenido su imperio empresarial, con los conflictos de intereses que de ello se derivan. Se ha cubierto las espaldas con un Departamento de Justicia trufado de acólitos. Y, sobre todo, ha sobrevivido al juicio político al que se enfrentó en el Congreso, después de que su partido, completamente convertido al trumpismo, se negara a aceptar la comparecencia de testigos.

Donald Trump se siente intocable, lo que ha llevado a muchos a pensar que hará lo que sea necesario para asegurarse la reelección.