Un año después de su elección, y cerca de cumplirse el primer aniversario en el trono, seguimos sin pruebas fehacientes de la existencia de un presidente de EEUU dentro de la Casa Blanca. Lo que hay es un tuitero indignado, ególatra, primitivo e incendiario. Tiene suerte. Si fuera español ya estarían las huestes de Juan Ignacio Zoido y la diligentísima Audiencia Nacional buscándole las vueltas.

En una sola semana Donald Trump ha insultado a los veteranos navajos que lucharon en la segunda guerra mundial, a la senadora Elisabeth Warren, (Pocahontas para el susodicho), a la oposición demócrata, a los británicos no fascistas (la inmensa mayoría) y a su primera ministra, Theresa May, en particular.

No deberíamos preguntarnos cuál es su límite, sino cuál es el nuestro. La salud democrática de EEUU, y por extensión la de todos, depende más de lo segundo. Mientras seguimos el juego de su dedo tuitero, dejamos de prestar atención a la demolición de todo lo que tenga que ver con las funciones de un Estado social, el que se preocupa por los más rezagados, sean pobres, ancianos, niños, migrantes o miembros de las minorías raciales. Trump ha ido eliminando partidas presupuestarias que auguran un EEUU aún más injusto. Y un planeta más inseguro.

UN ‘LOBO’ EN SALUD / El personaje que dice ser presidente de EEUU no conoce límites. La ultima provocación es colocar a Alex Azar al frente del Departamento de Salud (si el Senado no lo remedia). Azar procede de la industria farmacéutica. Desde ella combatió cualquier intento por abaratar los medicamentos. No parece el tipo más adecuado para bajar los precios desde la Administración.

Aunque sus nuevos jefes sean los contribuyentes y no los accionistas de un sector que jamás invierte en enfermedades de pobres porque no son rentables, todos sabemos que eso es la teoría, el márketing de la democracia, no la realidad. En noviembre del 2018 habrá elecciones en EEUU para renovar la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Esos comicios a mitad del mandato presidencial suelen ser un termómetro para medir la popularidad del presidente (hundida en las encuestas, pero los sondeos no votan), y una pista de cuáles podrían ser los aspirantes a candidato presidencial en el 2020. La mala noticia es que los demócratas aún no se han recuperado del batacazo de Hillary Clinton hace un año.

Nuestras esperanzas de cambio antes del 2020 se concentran en el trabajo del fiscal especial Robert Mueller, encargado de investigar varios posibles delitos: si hubo pacto con Moscú para favorecer al candidato Trump y si ha existido obstrucción a la justicia. Debe probarlo más allá de cualquier duda razonable.

Se ha hablado mucho de la intolerancia a la frustración de Trump, algo alarmante en una persona que tiene el dedo sobre un botón nuclear. EEUU mantiene 6.800 cabezas nucleares, de las que 1.800 se hallan en posición para un eventual lanzamiento. Rusia tiene 7.000 cabezas nucleares. Estamos sentados sobre un devastador arsenal nuclear preocupados por los productos que engordan.

Trump ayuda a que los demás nos distraigamos de nuestros trumpitos, personajes menores que juegan a lo mismo, a poner el Estado de todos al servicio de unos pocos. Aquí en España también tenemos una industria farmaceútica y un partido imputado que mueve jueces a capricho para zafarse de la verdadera justicia. Y no pasa nada porque estamos distraídos en la irrelevancia de las cosas. El presidente tuitero es solo un síntoma de algo que empezó mucho antes, quizá tras la caída del Muro, un capitalismo salvaje que no quiere límites, ni cortapisas legales. Todo es negocio, desde la salud hasta la alimentación de las personas. Nada les detiene, ni el cambio climático ni el resurgimiento mundial de la xenofobia y el odio que nos llevó a dos catástrofes en 1914 y 1939.

Poder impune

Recuperarse éticamente de Trump va a costar años. Será necesario rehabilitar a la sociedad, educarla de nuevo en los principios básicos, sobre el bien y el mal. Trump y lo que representa refuerzan los códigos del machismo, que no es otra cosa que el ejercicio abusivo y aplastante de un poder que se siente plenamente impune.

Ayudan las izquierdas, muchas y divididas, muchas y muy poco empáticas, más dedicadas al juego de las sillas que a una verdadera apuesta por regresar a un sistema con rostro humano. Esa era la apuesta que encarnaba Bernie Sanders, que acaba de cumplir los 76 años. Sirve como referente, no como esperanza a largo plazo. Habrá que seguir buscando como hacía Diógenes en la antigua Grecia: «Busco un hombre», decía con un candil en la mano en medio de decenas de hombres.