Boris Johnson lleva ya años esperando su gran oportunidad. Años evaluando cada jugada política para llegar donde siempre quiso, a Downing Street, la residencia oficial de los primeros ministros británicos. El ‘brexit’ puede ser la llave que abra ahora esa puerta. Eso pensó cuando se puso a la cabeza de la campaña del referéndum en favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea y se convirtió en el rosto más conocido de Vote Leave. Eso parece volver a pensar ahora.

El barco de Theresa May va a la deriva y Johnson abrió ayer una nueva vía de agua con su dimisión. La primera ministra tiene el agua al cuello. Johnson estuvo desaparecido varias horas mientras David Davis dimitía y explicaba por qué. Estaba haciendo cálculos antes de enviar la beligerante carta de renuncia. Quizá tras la dimisión de Davis, no tenía más remedio de dar el paso si quería conservar un mínimo de credibilidad. ¿Cómo iba Johnson a defender por el mundo el plan de May, si tras la cumbre del pasado viernes en Chequers había comentado que defender la propuesta era como “sacarle brillo a una mierda”? La lealtad no es el punto fuerte de Boris. El lenguaje diplomático, tampoco.

Despropósitos y bufonadas

Como ministro de Exteriores, sus bufonadas y meteduras de pata han sido continuas. A menudo daba la impresión de no tomarse en serio el trabajo como jefe de la diplomacia británica. Muchos piensan que ha dejado en ridículo al Reino Unido en varias ocasiones con sus bufonadas. Basta recordar la vez que le preguntaron si no debía pedir perdón cuando en septiembre del 2016, en Ankara, se permitió una broma muy cruda sobre la imaginaria relación del presidente turco y una cabra. De Hillary Clinton dijo que tenía el aspecto “de una enfermera sádica en un hospital mental”. El expresidente de Francia Françoise Hollande parecía un guarda de prisiones en tiempo de guerra que, “quiere administrar los castigos pegando a todo el mundo que intenta escapar, al estilo de lo que se ve en las películas bélicas”. La lista de despropósitos es larga.

Euroescéptico patológico

Lo que nadie puede dudar es de su euroescepticismo patológico. En 1989, en sus tiempos de joven periodista, el 'Daily Telegraph' le nombró corresponsal en Bruselas y ya entonces se hizo famoso por sus crónicas exageradas y malintencionadas contra la Unión Europea. En el 'Telegraph' sigue aun escribiendo columnas de opinión en las que va marcando su rumbo sobre la política nacional, que a menudo discrepa abiertamente con el Gobierno del que forma parte. Con la primera ministra May jamás se ha entendido y la ha desautorizado públicamente en repetidas ocasiones, sin que esta se atreviera a cesarle. Con el anterior primer ministro, David Cameron, ha sido siempre un soterrado rival.

Ambos se conocen desde que eran adolescentes. Coincidieron en el colegio de Eton, aunque no iban a la misma clase, y han sido durante años compañeros de partido. Cameron le adelantó en la carrera por el poder. Cuentan que hace unos días volvieron a reunirse en secreto, cuando ya la actual crisis era inevitable. Cameron no le había perdonado que tras un largo suspense, Johnson optase por colocarse al frente de los abanderados del ‘brexit’.

Tan duro como Thatcher

Boris es, ya se sabe, un político atípico. Su imagen desaliñada, su pelo rubio desordenado forma parte de sus señas de identidad. Ha sabido salir de graves tropiezos que hubieran hundido a cualquier otro colega de profesión. Durante dos mandatos fue alcalde Londres y su antecesor, el laborista Ken Livignstone, advirtió que ideológicamente era el tory “ideológicamente más duro desde Thatcher”.