Se cumplen 10 años del matrimonio de Carla Bruni con Nicolas Sarkozy y los agoreros que anunciaron que ese pedazo de mujer se quitaría de encima al húngaro renegrido en cuanto éste dejase de ser presidente de la república francesa se han tenido que comer sus palabras. Ahí hay amor, amigos. O algo parecido. Y una hija, Giulia, nacida en el 2011. Bruni ya venía con un hijo puesto, Aurélien, que había tenido en el 2001 con el marido de la hija de Bernard-Henri Levy, Justine, que la puso convenientemente de vuelta y media en su libro Nada grave. Bruni tiene un historial sentimental notable y, sobre todo, ecléctico: solo así se explica que, tras sendos romances juveniles con Mick Jagger y Eric Clapton, acabara, en su madurez, compartiendo la existencia con un señor de derechas como Nicolas Sarkozy. Lejos del Elíseo, sigue actuando y grabando discos, pues se supone que la música es su primera y principal pasión, ya que empezó de niña a tocar la guitarra y el piano.

Carla Gilberta Bruni-Tedeschi (Turín, 1967) es una mujer muy bella y de suma elegancia, eso no hay quien lo niegue. Ha vivido siempre muy bien porque en su familia había dinero -sus padres se trasladaron a París en 1975, cuando los años de plomo en Italia por culpa de las Brigadas Rojas, responsables, entre otros desmanes, del asesinato de Aldo Moro-, lo cual le permitió estudiar en prestigiosas escuelas suizas, iniciar la carrera de arquitectura -que abandonó para trabajar de modelo entre 1985 y 1997- y dedicarse al arte con la mayor de las tranquilidades, aunque sin hacerle ascos a una temporada ejerciendo de primera dama sin poder llevar tacones, para que no se notara que se había casado con un señor bajito.

Es la suya una vida protegida y ordenada cuyo único incidente destacable fue descubrir que su padre no era su padre: a la muerte del señor Bruni-Tedeschi, su madre, Marisa Borini, le informó de que era el fruto de una relación adúltera con un tal Maurizio Remmert, un empresario que vivía en Sao Paulo. Descubierta la engañifa, Carla hizo amistad con su padre biológico y no le echó nada en cara, como si pensara «son cosas que pasan».

Durante sus años de modelo, era considerada un florero encantador, mientras que su hermana, Valeria Bruni-Tedeschi, destacaba como actriz y directora de cine. En ese sentido, yo diría que su entrega a la música es un intento de desprenderse de ese sambenito de florero que le había caído encima, procedente de ese prejuicio machista según el cual las mujeres modelo monumento no suelen tener gran cosa en la cabeza. Lamentablemente, Carla Bruni no es Karen Elson -exmodelo norteamericana que ha publicado dos discos excelentes-, y sus canciones -suaves, dulces, agradables y, en última instancia, banales- aspiran a ser una mezcla de Nick Drake y Françoise Hardy, pero se quedan por el camino. Sé lo que me digo porque yo fui uno de los dos millones de personas que compraron su primer álbum, Quelq’un m’a dit y que, tras un par de escuchas, lo coloqué en la estantería correspondiente y no he vuelto a sacarlo jamás. Quelq’un m’a dit era un disco mono, que es lo peor que se puede decir de una obra de arte. Ideal para dejarlo descuidadamente sobre la mesa de centro para que las visitas vieran que eras un tipo branché.

No sé si Carla Bruni es una Bella sin alma como la de la canción de Richard Cocciante, pero sus canciones resultan de una frialdad estremecedora: intentan conmoverte, pero no lo consiguen; algo en ellas suena falso, impostado, empezando por el supuesto sentimiento que las ha inspirado. Para escribir canciones como las de Serge Gainsbourg o los contemporáneos Benjamin Biolay y Keren Ann hace falta algo intangible de lo que la pobre niña rica Carla Bruni no dispone. ¿La maldición de la belleza? Quién sabe. Pero, como cantautora, madame Sarkozy resulta tan decorativa como en sus fases de modelo y de primera dama. Una lástima.