Va a ser que a Jennifer Lawrence las galas de los Oscar no le sientan bien. En la del 2013, recordemos, se dio un trompazo cuando subía al escenario para recoger la estatuilla que acababa de ganar gracias a El lado bueno de las cosas; volvió a caerse en la del 2014, esta vez en la alfombra roja; y si no se cayó en la de este año, hace ahora una semana, no fue por no intentarlo: los fotógrafos la captaron saltando entre las butacas del Dolby Theatre con un copazo de chardonnay en la mano.

Aunque por sí sola intrascendente, la imagen ha servido para añadir leña a las recientes controversias protagonizadas por la actriz en los últimos tiempos, y que probablemente digan menos de su actitud que de los prejuicios y expectativas que los demás se han acostumbrado a poner sobre ella. Cuanta más fama te persigue menos polémico necesitas ser para incendiar las redes; y a Lawrence, actualmente, a famosa no le gana casi nadie.

El vestido de Londres

Primero fue su decisión de vestir un escueto modelo de Versace durante un photocall celebrado al aire libre, en el gélido febrero londinense, que provocó una oleada de mensajes en la red que culpaban al sexismo de Hollywood por obligarla a enseñar tanta carne. Ella no tardó en responder: eligió ese vestido personalmente y, si quería pasar frío para estar sexi, era asunto suyo y de nadie más.

Poco después, durante una entrevista, Lawrence aseguró que planeaba abandonar el cine durante un año para dedicarse al activismo político con el fin de ayudar a prevenir la corrupción y, en sus propias palabras, «reparar la democracia». No era la primera vez que decía algo así -en noviembre afirmó que estaba pensando en retirarse a una granja a ordeñar cabras-, pero su anuncio fue entendido por los fans como un alarde de superioridad moral típicamente hollywoodiense. Dio igual que la representante de la actriz se apresurara a asegurar que esta volvería al trabajo tan pronto como alguno de los varios proyectos a los que tiene echado el ojo -siete, como mínimo- estuviera listo para ponerse en marcha.

Por último, la semana pasada llegó a los cines Gorrión rojo, un thriller de espionaje que pretende funcionar a modo de relato de empoderamiento femenino pero que busca constantemente excusas para mostrar a Jennifer Lawrence desnuda. Pese a que ella insiste en que quiso hacer la película para recuperar la confianza en su propio cuerpo después de que en el 2014 un hacker hiciera públicas unas fotos en las que aparecía desnuda, la crítica coincide en que la película contribuye al mismo sistema de explotación sexual que finge criticar.

Lawrence ha tenido a la opinión pública malacostumbrada. Ya sea por espontaneidad o como estrategia autopromocional, su actitud ante la prensa siempre ha contrastado con el rígido control que la mayoría de celebridades imponen sobre sus respectivas imágenes; ella siempre ha sido JLaw, una persona normal y divertida dispuesta a darnos el entretenimiento constante que exigimos de aquellos que, después de todo, han decidido ganarse así la vida.

Quizá en parte sea eso lo que ha permitido que su prestigio fuera a más al tiempo que su eficacia iba a menos: cada una de las entregas de Los juegos del hambre arrojó peores resultados que la anterior; y en los últimos años, mientras hacía aportaciones personales más bien irrelevantes a la saga X-Men, ha participado en películas que ni se estrenaron, como Serena (2014); o que fueron unánimemente ridiculizadas, como Passengers (2016); o que fracasaron en taquilla, como Joy (2015) y sobre todo como Madre! (2017), por la que fue nominada al Razzie a la peor actriz del año y con cuyo director, Darren Aronofsky, mantuvo una cuestionada relación sentimental ¿Existe relación entre las heridas emocionales y profesionales causadas por esa película -posiblemente la mejor de su carrera- y lo que internet percibe como un comportamiento cada vez más errático? Difícil saberlo. Pero lo cierto es que Lawrence ha ganado un Oscar -además de ser candidata a otros tres- y se ha convertido en la actriz mejor pagada del mundo, y todo eso a lo largo de un periodo personal, de los 20 a los 27 años, en el que suceden muchos cambios vitales en todo hijo de vecino y muchísimos más en una estrella que vive permanentemente sometida al escrutinio colectivo. Tal vez eso signifique que necesita replantear su relación con el público escogiendo papeles y actitudes y causas -y vestidos- que no casan naturalmente con lo que se espera de ella, y sacudirse así de encima parte de la presión que ser unánimemente adorada sin duda conlleva. Ni todos los tuits cabreados del mundo pueden quitarle ese derecho.